jueves, 31 de julio de 2008

MARJIATTA GOTTOPO (FEROZ)

Preguntarme qué pienso de la poesía es preguntarme dónde y cuándo un poema me salvó y de qué.
Eso ya ilustra que asumo la poesía como un acto desesperado; pienso que sin desconcierto, sin pasión, sin cierta dosis de rabia,sin cierto afán de venganza no existe el poema. La salida más digna de la desesperación es la ironía en ella está la revancha estética del poeta. Octavio Paz dice que "en el poema el lenguaje recobra su originalidad primera, mutilada por la reducción que le imponen prosa y habla cotidiana". Entonces de eso se trata, de devolverle al lenguaje su capacidad de nombrar, adorar, seducir o incluso aterrorizar. Alguien hace de la palabra su venganza y su hogar, su seducción y su juicio. Yo abordo la palabra casi con temor. La palabra que no se dijo no existió, fue la palabra cobarde, la palabra negada, la palabra injusta, la voz que no se alzó.
Pero la palabra escrita puede hacernos creer que estamos cerca de alguna verdad y temo a esos que creen que alguna verdad puede ser dicha con palabras. Para mí la verdad es la versión ética de la cruz y con ella en mano se manipula y aliena al individuo. La verdad es la religión, la verdad es la Ley, la verdad es el discurso coherente y bien estructurado que justifica cualquier genocidio, que lo oculta, que lo banaliza. En nuestro siglo la verdad son los noticieros, esas snuff movies de la historia.
La televisión se convierte en verdad para millones de personas. La verdad se ha vuelto déspota, infame, y ha sido esa verdad cimentada en el lenguaje, en la hipercomunicación (que me obliga a establecer contacto con cosas a las que de otra manera no me habría acercado) la que me ha hecho querer buscar otro sentido para mi lenguaje.
Realizo mi poesía con afán terrorista ante los que tienen la palabra, contra los que la manipulan. Me interesa la versión de los que no son considerados válidos en el discurso gris de la democracia. Objetos o mitologías desterradas.
Pienso que a través de la ironía, del "Gran juego" del que hablaba Lecomte, de la transgresión pueden ponerse bombas metafísicas en los cimientos de ese discurso plano expendido a través de los medios. La realidad virtual está concebida y manipulada a través de un teclado. La palabra es un doble agente. La palabra ha sido descubierta por los que antes utilizaron las armas. El imperio descubrió algo más desvastador que la bomba H o que la guerra química; descubrió la manipulación del lenguaje, la información.
Así, la poesía también, en vez de "devolver las palabras a la tribu", en vez de establecer sino un diálogo por lo menos una elemental "correspondencia" con su realidad se empeña en sustraerse de ella, como si el concepto de belleza estuviera excluido del compromiso con lo que esa palabra tiene de instrumento de cambio o de guerra.
El discurso poético se justifica únicamente en el plano estético como si la poesía debiera ser sorda ante el mundo, ante un momento particularmente caótico.
Hay palabras en este momento post-histórico que necesitan ser dichas, hay formas nuevas que necesitan ser forjadas, pero que no aparecerán ya en los juegos de palabras, no apareceran en "experimentos lingüísticos" trasnochados, ni en proposiciones esnobistas sobre el concepto que tenga tal o cual grupito sobre "lo que debe ser la poesía", tampoco se manifestará en tertulias decadentes preocupadas más que de la forma o la teoría.
Ya basta de mártires de la poesía perdidos y alérgicos en bibliotecas oscuras, escribiendo poemitas apáticos muy bien insertados dentro de una tradición o en la misma tradición de la ruptura por la ruptura, la desgastada estética de lo nuevo. Metadiscursos sobre el discurso, la palabra por la palabra, ajena a lo que nombra o el onanismo esteticista. Poesía para iniciados en determinado planteamiento. Poesía de críticos para críticos o de mediocres para mediocres. Dos extremos mudos que subsisten y se autoalimentan como sistemas basados en el intercambio conformista.
En un siglo tan lleno de imágenes, tan excesivo en su desgaste simbólico, sólo puede plantearse una poesía violenta, agresiva, un teatro que desempolve y dé valor a las antiguas máscaras de la tragedia. Nuestra capacidad de dramatizar ha sido violentada, hemos sido sistemáticamente insensibilizados por la atroz cercanía de escenas brutales. La palabra ha estallado incapaz de nombrar cosas que sólo podían ser vistas con ánimo enmudecido. Hemos tenido que banalizar nuestro lenguaje y frenar en seco el uso de la palabra como arma de cuestionamiento, como voz interior que te conecta con la realidad. El cinismo como sobrevivencia. De hecho, estéticamente, la tristeza, la melancolía y todos esos tonos tan legítimos para poetas como Poe han ido perdiendo su capacidad de resonancia ante la progresiva banalización del mal.
Si la realidad está en guerra, ¿cómo seguir escribiendo poesía ciega, sorda y muda?
Alguien está empeñado en convencernos de que el arte ha muerto, de que la rebelión pertenece al plano de las utopías, de que todo está dicho y todo escrito, que no hay imágenes vírgenes.
Es necesario tomar partido, desdecir, para mí la poesía es instrumento de guerra, de des-información, de magia. Paz compara al poeta con el mago. Baudelaire sólo concibe tres hombres respetables "el sacerdote, el guerrero y el poeta... los demás están hechos para el látigo o para ejercer lo que se llama profesiones."
Por eso me dan náuseas quienes se refieren a la poesía como a un oficio.
Si ser terrorista, si ser aventurero, si ser poeta es un oficio entonces quizá la tecnología es magia y la política poesía.
El afan reduccionista de la democracia, todos somos iguales, así el poeta no es más que un profesional salido de una escuela de letras. No es de extrañar que la poesía se haya vuelto tan hermética, tan ajena a la tribu. Porque paradójicamente ese afán de eliminar las élites lo único que consigue es crear sistemas cerrados; así sólo los profesionales de las letras leen los oscuros manuales editados sólo para ellos mismos, comprados y celebrados de ellos para ellos. Como dijo Blake, una misma ley para el león y para el buey, es opresión. ¿Dónde está el hombre o la mujer detrás del poema?, ¿dónde la voz?, ¿dónde la palabra encendida, capaz de incendiar, de DECIR, de trastocar?, ¿dónde está la imagen plena, amplia, la que habita y late en la alucinación del poeta?

GOTTOPO, Marjiatta, Primer esbozo de Poética (Fragmento)

MISERIA

No importan los hombres desgarbados que, a veces, en medio
de círculos color violeta vomitan los lavamanos
y tienen una barba tan obscura como algunas promesas.
Hubo una noche
un día
hubo una muerte
quizá un garabato sobre la tumba, quizá, nunca lo supo
mientras vertía hálitos de su eternidad en los hilillos de sangre
que le bordeaban las arrugas.
Hubo un enterrador
un asesino que blandía su escopeta
contra la cabeza de un niño.
Un callejón, una historia con besos bajo las colillas
sobre la maleta
una historia de barcos que parten para siempre
de tormentas y ahogados
mientras los acordeones no perdonan la desolación
y yo soy
quien escupe oraciones a tus ojos.

Marjiatta Gottopo (del libro inédito Psicotrópicos)

En FEROCES Radicales, marginales y heterodoxos en la última poesía española Selección de Isla Correyero DVD poesía Barcelona 1998

martes, 29 de julio de 2008

29 DE JULIO

"[...] que sabemos que la poesía no hay que esperarla como la lluvia, que sabemos que hay que trabajar y empeñarse a diario a base de estudiar, de vivir, de leer, de contactar unos con otros dejándose de divismos y manteniéndose dignos en todo momento, sin llegar nunca a venderse en medio de toda la estructura sórdida capitalista de la explotación y de la muerte."


EGEA, Javier
, "El amor es de carne y hueso, no llueve de las nubes (Entrevista: Eduardo Castro)".
Diario de Granada, 10 octubre 1982, págs. 11-12

... y gracias Juan

viernes, 25 de julio de 2008

BÉCQUER

Gustavo Adolfo Bécquer Rimas Fotografías de Isidre Trullàs Prólogo de José Batlló Edit. Lumen Palabra e Imagen Barcelona 1985

1. Nace Gustavo Adolfo Bécquer en Sevilla el 17 de febrero de 1836 y muere en Madrid el 22 de diciembre de 1870, a consecuencia de una innominada enfermedad. Su vida cotidiana, a lo largo de esos casi treinta y cinco años, poco tiene que ver con el personaje literario que, primero él mismo, luego sus amigos tras su muerte y, finalmente toda una tropa de hagiógrafos, han ido construyendo. En primer lugar el propio apellido: Bécquer (o Becker, o Vecquer) es solamente el quinto de los suyos, ya que le preceden los de Domínguez, Bastida, Insausti y Vargas. El poeta lo elige, sin embargo, tanto por una cierta tradición familiar (su padre también lo utiliza, para firmar mediocres cuadros costumbristas que le servirán, con todo, para mantener una familia de ocho varones, de los que Gustavo Adolfo es el quinto, hasta su temprana muerte a los treinta y cinco años, cuando el futuro poeta no cuenta más de cinco) como por un afán aristrocratizante y germanófilo de muy buen tono en el tardío romanticismo español. La rama de los Bécquer procedía de Flandes y había llegado a la capital hispalense a finales del siglo XVI, siendo a principios del XVII ya una de las más notables de la ciudad. Don Miquel y Adam Bécquer, hermanos, se hacen enterrar en la capilla de Santiago, en cuya verja una inscripción reza: "Esta capilla y entierro es de..., y de sus herederos y sucesores. Acabose de construir el año 1622". Tienen, naturalmente, escudo de armas. Frente a sus, si no plebeyos si indígenas primeros cuatro apellidos, el quinto de Gustavo Adolfo proviene nada menos que de un Veinticuatro de Sevilla (D. Martín Bécquer, Mayorazgo además), caballeros que, en ese número, ocupaban, en el Cabildo Municipal de la Ciudad, el cargo de regidores comunales, privilegio que sólo podía obtenerse cuando se pertenecía a un esclarecido linaje y mediante la acreditación de limpias pruebas de nobleza. El prestigio del apellido le servirá para ingresar, en 1846, en el Colegio de San Telmo, cuyo fin era educar a los hijos de la clase media o noble, de pocos recursos, y prepararlos para pilotos de altura. Antes, y a raíz de la muerte de su padre, se hace cargo del pequeño Gustavo su tío Juan de Vargas, que le envía a estudiar al Colegio de San Antonio Abad. El Colegio de Naútica de San Telmo se suprime, por Real Orden, al año de haber ingresado en él Bécquer, con beneficio para los Duques de Montpensier. A partir de entonces, y hasta su viaje a Madrid, en el otoño de 1854, el futuro poeta pasa a vivir con su madrina doña Manuela Monnehay, señora "de claro talento, que poseía bastantes libros y -¡cosa rara en una mujer!- que los había leído todos", según recuerda el testimonio de Narciso Campillo, considcípulo de Bécquer en San Telmo y amigo fidelísimo hasta su muerte. Gustavo (único nombre utilizado en familia) toma clases de dibujo y pintura, junto con su hermano Valeriano, que le permanecerá igualmente fiel a lo largo de toda su vida, de Cabral Bejarano, primero, y de su tío Joaquín Domínguez después. Y con ello se cumple toda su formación académica, si así puede llamársela. Cuando Bécquer llega a Madrid, el 1 de noviembre de 1854, sólo ha publicado un poema -un soneto-. Tiene dieciocho años y va en pos de la gloria literaria, empeño en el que le acompañan el citado Narciso Campillo y Julio Nombela. Cuando aparece la primera de las rimas, cuatro años después, Gustavo Adolfo ya ha conocido las miserias de la vida literaria, viendo fracasar varios proyectos, algunos de los cuales excedían con mucho sus posibilidades y preparación, como el de la Historia de los Templos de España; asimismo ha pasado por una grave enfermedad -la misma seguramente que le llevaría a la tumba-, cuya naturaleza sigue siendo una incógnita, pero que no resulta aventurado relacionar con ciertas taras hereditarias (sífilis) y su excesiva frecuentación de las tabernas y prostíbulos del bajo Madrid de la época; ha leído a Heine en las traducciones efectuadas por Eulogio Florentino Sanz que aparece en El Museo Universal, revista donde él mismo colabora; y se he hecho con un cierto espacio en el periodismo capitalino. Entre 1860 y 1861 puede situarse el período de su mayor -por lo menos la más decisiva, por la que pasará a la Historia de la Literatura- producción literaria: publica las Cartas literarias a una mujer y la reseña al libro de Augusto Ferrán La soledad, que, junto con la Introducción sinfónica [...] constituyen una auténtica, y muy lúcida, arte poética; escribe la mayor parte, si no todas, las Rimas, de las que publicará solamente quince en vida; es redactor de El Contemporáneo y se casa con Casta Esteban, matrimonio del que son fruto tres hijos pero nada feliz. Ya para entonces Bécquer, misógino notable en una sociedad que hace de la misoginia un estandarte, ha descubierto que las mujeres son tontas, aunque algunas también hermosas. Abundantes ejemplos hay en sus poesías.

En 1863, durante su estancia en el monasterio de Veruela por motivos de salud, escribe las Cartas desde mi celda, que se irán publicando en El Contemporáneo. Al año siguiente es nombrado por González Bravo, ministro de Isabel II, censor de novelas. En el 66 dirige El Museo Universal. En el 68, con la caída de la reina, pierde su sinecura, e incluso sufre un breve exilio en París. En el saqueo del despacho de su protector González Bravo, se pierde el original de las Rimas, que éste guardaba con vistas a prologarlo y publicarlo. A su regreso, Bécquer las reconstruye de memoria, incluyéndolas en el famoso Libro de los gorriones. En el 69 es director de La Ilustración de Madrid; el 23 de septiembre del 70, muere su hermano Valeriano; Gustavo Adolfo le sigue tres meses después. Al año siguiente, sus amigos más cercanos editan sus Obras, en dos volúmenes. En 1914 el hispanista Franz Schneider descubre el manuscrito de El libro de los gorriones, hoy en la Biblioteca Nacional, y lo da a conocer con la versión autógrafa de las Rimas.

Como tantos otros poetas anteriores a él, y como bastantes de los posteriores, Bécquer no publicó un solo libro en su vida.

2. Cuando la partida de nacimiento de alguien se convierte en tesoro documental, la razón no debemos buscarla en el valor intrínseco de esta partida, sino en la personalidad alcanzada por ese alguien. Gustavo Adolfo Bécquer fue un romántico tardío, incluso dentro del tardío romanticismo español, que, por una de esas piruetas que hace la historia de la literatura, y sólo apreciables con una cierta perspectiva, resulta ser un poeta de hoy mismo. Su figura ha ido ganando talla con el paso de los años, mientras que la de tantos de sus contemporáneos, gigantes en su momento, han quedado reducidas en la distancia, si no han desaparecido por completo en el horizonte de los tiempos. Con todo, Bécquer no sería más que un posible raro en la nómina rubendariana si no fuera por las Rimas. Las mismas Leyendas (traducidas al francés, por ejemplo, en 1895, con el título de Legendes Espagnoles, lo que nos da una idea de por dónde iban los tiros) no son otra cosa que traslaciones del espíritu de los ya por entonces famosos Cuentos fantásticos de Hoffmann, escritos setenta u ochenta años antes. Por lo que respecta a su ideología, la que se transparenta en los datos biográficos que de él conocemos, pero también claramente rastreable en toda su obra periodística e, incluso, en la poética, es decididamente conservadora. Parece ignorar que en el mundo se ha producido un acontecimiento histórico de la magnitud de la Revolución Francesa, por ejemplo, y cuando comenta la Revolución del general Espartero, en 1854, en vísperas de su traslado a Madrid, en el álbum Los contrastes, que compone junto a su hermano Valeriano, y que conocemos gracias a los desvelos de Rafael Montesinos, lo hace para tomarla a broma. Sus ideas sobre el papel de la mujer en la sociedad, por ceñirnos a un caso que hoy ocupa el primer plano del interés general, nos resultan absolutamente chocantes, aunque en su época no eran, desde luego, insólitas ni mucho menos. La sacralización del arte y, con él, la del artista; el sueño de un destino superior; la firme creencia no ya en una aristocracia del espíritu, sino en la de las estirpes, son ideas todas que le alejan de nosotros y le sitúan, dentro del momento en que vive, en esa óptica conservadora del mundo que se ha señalado. Gabriel Celaya, becqueriano malgré lui, acentúa el contraste entre el hombre y el poeta; al primero le llama siempre el señor Domínguez, y le adorna con las peores cualidades de un noble apócrifo venido a menos, típico señorito andaluz (arquetipo particularmente "querido" por el poeta vasco), llegando a definirle así: "un hombre vago y orgulloso, borracho y putañero, sucio y enfermo, carca y oportunista, pretencioso y venal", considerando milagroso, a renglón seguido, el que de semejante ejemplar pueda "surgir una poesía en la que todos nos sentimos a una porque a todos nos levanta a una especie de pureza", lo cual es decir muy poco tras los contundentes calificativos anteriores. El ya citado Rafael Montesinos, por el contrario, y pese a ser uno de los más rigurosos becquerianistas, se acerca a lo hagiográfico cuando insinúa una cierta relación entre el eclipse total de sol que se produce en Sevilla el mismo día de la muerte del poeta, sólo media hora después, y esta muerte en sí; o cuando achaca al odio las palabras de Julia Espín (cantante de ópera de cierto renombre, que mantuvo una ambigua relación con el poeta y que casó con un futuro Ministro de la Gobernación), "Bécquer era un hombre sucio", las de Eusebio Blasco, compañero del poeta en La Ilustración de Madrid, que se despacha a gusto con él en sus Memorias íntimas, o las de cualquiera que no le vea con un prisma favorable, y en cambio considere objetivas y razonadas las de quienes no ven en Bécquer sino al hombre sin mácula, tocado por la gracia divina, cuya vida y obra debe ser objeto de ejemplo y reverencia hasta convertirse, casi, en una nueva Pasión.

A Celaya y Montesinos, cuyos estudios sobre Bécquer son complementarios aunque autoexcluyentes, habría que añadir una innumerable relación (de cuyo pormenor hago gracia al lector) de la literatura generada por nuestro poeta, literatura que excede con mucho, como en el caso de la argentina, según Borges, por lo menos en cantidad, a la relativamente breve obra del autor de las Rimas.

3. Relativamente breve la obra de Bécquer, porque también fue relativamente breve su vida y porque, según todos los indicios, abandonó la escritura poética algunos años antes de su muerte. Seguramente porque no tiene sentido escribir poesía cuando se tiene conciencia de la imposibilidad de dotar de presencia verbal a la imagijación. Al respecto escribirá Bécquer en las Cartas literarias a una mujer: "Si tú supieras como las ideas más grandes se empequeñecen al encerrarse en el círculo de hierro de la palabra; si tú supieras qué diáfanas, qué ligeras, qué impalpables son las gasas de oro que flotan en la imaginación, al envolver esas misteriosas figuras que crea, y de las que sólo acertamos a reproducir el descarnado esqueleto". Por otra parte, hay una clara diferenciación entre vida y escritura: "Cuando siento, no escribo", dirá Bécquer, es decir, cuando vive, calla. Y añadirá: "Escribo como el que copia de una página ya escrita", algo que, en su enunciado estricto, podría considerarse como una declaración superrealista avant la lettre (lo de la "escritura automática" y todo lo que cuelga), pero que, en el contexto becqueriano, hay que leer de forma muy distinta: la página ya escrita de la cual copia el poeta no es sino la vida vivida por él mismo. Parte pues, para escribir, de una experiencia previa, no importando demasiado, salvo para profesores eruditos, si esta experiencia ha tenido lugar en un plano real compartido con sus coetáneos o en otro plano menos localizable, sito en algún lugar de su imaginación. Bien lejos también, por lo tanto, de otra corriente estética de mucho éxito en nuestros días: aquella que sitúa a la escritura en sí misma como generadora y justificadora de toda escritura. El poeta Bécquer escribe como dibuja "el pintor que reproduce el paisaje que se dilata ante sus ojos y se pierde en la bruma de los horizontes". Sin paisaje no hay escritura; sin vida no hay poesía. Una perogrullada, claro. Que da que pensar.

4. Pero la modernidad, la actualidad de la poesía de Gustavo Adolfo Bécquer no viene dada por lo que le conceden sus estudiosos y los manuales de literatura, empeñados más bien en situarla en ese Olimpo donde reposan tantas obras literarias ilustres e ilegibles, sino por la constancia de sus lectores. Cierto que muchos de ellos, adolescentes sitiados además por el concepto de que la literatura, en cuanto que se enseña, se aprende, llegan a Bécquer como a una especie de excrecencia del romanticismo, cuyo disfrute se mantiene en secreto en cuanto signo de una sensibilidad distinta, más frágil y vulnerable; otros muchos se quedarán "al nivel de" los versos más notorios (del tipo "Volverán las oscuras golondrinas", "Poesía eres tú", "Hoy la he visto y me ha mirado", etc.), cuyo uso y abuso, durante más de un siglo, han hecho que llegaran hasta aquí completamente desvirtuados, irrecuperable el sentido original tanto como la originalidad de su sentido. Pero son muchos más, como siempre ocurre con los auténticos poetas, los lectores que descubren su Bécquer particular, tan ajeno al que aparece en las historias de la literatura o en los comentarios de texto, que no parece, ni es, el mismo. Es un Bécquer en cierto modo secreto, arcano, como si el tesoro que ofrece a ese lector individualizado que lo hace suyo, haya sido celosamente guardado por los mismos que han pretendido, durante tantos años, tantos buceos en archivos, hemerotecas, epistolarios, iconografías y bibliotecas, inventariarlo. Claro que sin la edición que sus amigos realizan, en 1871, de sus Obras, Bécquer no existiría para la literatura, por más que de su existencia sobre la faz del mundo no parece abrigar duda alguna. Esto, que casi parece un argumento determinista, pretende insistir en todo lo contrario: la historia de la literatura, la pasada como la futura, es perfectamente evitable y moldeable, como todas las historias, por lo demás. Bécquer, como poeta, existe a partir de un acto de voluntad creadora de todos y cada uno de sus lectores.

En su momento, las Rimas de Bécquer se oponen, sin propósito preconcebido, sin un consciente afán iconoclasta, a la poesía al uso. El propio Bécquer sabe muy bien que su poesía es distinta, pero la ve así como una incapacidad por su parte antes que como una voluntad diferenciadora explícita: frente a la poesía ampulosa, grandilocuente y repleta de palabras definitivamente nobles, Bécquer ofrece una poesía de versos sencillos, rimas asonantes, arte menor en muchos casos, que por su ordenación estrófica y su longitud mal puede situarse junto a los categóricos poemas sinfónicos que escribían los más celebrados de sus contemporáneos o inmediatos predecesores. Frente a esta concepción sinfónica de la poesía, casi operística, la de Bécquer (como la de Rosalía, como parte de la de Espronceda, como la de su fiel amigo -otro, y algo debía tener el hombre Bécquer para reunir tan escogido puñado de amigos- Augusto Ferrán, como la de Gabriel García y Tessara, según Juan Ramón Jiménez) apenas se insinúa como el tañido de un arpa, la misma que el poeta cantó "del salón en el ángulo oscuro" y que su hermano Valeriano idealizó, más que como una premonición como "la corporeidad de lo abstracto", que diría otro poeta andaluz, Juan José Domenchina, en un retrato de Gustavo Adolfo pintado en 1856. Frente a la poesía de los sabios, no propiamente la intuición del romántico, que fía demasiado en la infabilidad de su instinto y en la existencia asistidora de la inspiración, sino la lucidez del vidente (lejano parentesco con Rimbaud, notado por Celaya), que cede paso a los simbolistas y que, saltando por encima del modernismo, viene a dar en la poesía estrictamente contemporánea.

Bécquer no es un sabio, pero sabe: "Todo el mundo siente. Sólo a algunos seres les es dado el guardar, como un tesoro, la memoria viva de lo que han sentido. Yo creo que estos son los poetas. Es más, creo que unicamente por esto lo son", dirá en una de las Cartas literarias. Pero ¿cómo trasladar esa memoria viva al papel, en una forma sobre la que luego se lanzarán los "críticos para examinarla, disecarla y creer haberla comprendido cuando han hecho su análisis"? No, desde luego, si se quiere ser auténtico, en versos magistrales, porque "cuando un poeta te pinte en magníficos versos su amor, duda. Cuando te lo dé a conocer en prosa, y mala, cree". La palabra viene a ser, pues, no ya una traducción del pensamiento (o del sentimiento, que después de todo no es más que el efecto de una causa), sino una traición clamorosa. En realidad, a través de la palabra, el poeta viaja en busca del silencio primigenio, del trino del ruiseñor que a un sabio alemán -según Bécquer- se le ocurrió recoger en papel pautado valiéndose de las siete notas de la escala musical. Cuando el poeta se agota en esta lucha contra las insuficiencias de la palabra, cuando reconoce su incapacidad para devolverla la inefabilidad que debió tener en el instante de ser pronunciada por vez primera, deja de escribir. En Bécquer, como en Rimbaud, esto sucede años antes de la muerte del hombre, por lo que en ningún caso puede hablarse de ellos como poetas malogrados, en el sentido que comunmente se le da a la expresión.

Porque, llevando las cosas a su punto justo, hay que insistir en que las Rimas no pretenden ser uno de esos textos "ilegibles" por su complejidad, aunque un Bécquer ignoto esté esperando a cada lector genuino. La obra de nuestro poeta no tiene punto de comparación con la de Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Lautremont, Joyce o Proust. Bécquer sabe que siente, pero no comprende; no convierte su sentimiento en objeto de reflexión o análisis; desprecia por irrelevante un mundo excesivo y se refugia en lo subjetivo, en lo "irracional" que anida en el interior de cada persona. La poesía, por otra parte, como ya hemos visto, no está en las palabras, diga lo que diga Mallarmé, ni su existencia y presencia dependerá de lo que escriban los poetas. Es, por el contrario, algo inmanente, que se halla como en suspensión entre la realidad y el sueño, a la espera de que un relámpago instantáneo, fortuito, casual, la ponga en evidencia.

A la postre, no obstante, los resultados son los mismos que en los ejemplos cimeros citados. Lo que nos atrae, mejor dicho, nos fascina, de las grandes obras literarias no es tanto lo que nos dicen, sino aquello que callan, que esconden, que a lo más sugieren. Seguimos hipnotizados por el misterio de la Divina Comedia, obra "ilegible" e "inexplicable" donde las haya, porque pone en evidencia la inexplicabilidad de nuestra propia existencia. La capacidad de "no comprender" es casi una cualidad divina: los dioses -cuya pereza, cuya pasividad, envidiaba Bécquer como bien supremo, lo mismo que más tarde Pessoa -asisten simplemente a la comedia humana, sin entender, ni pretender entender nada. Aun, por distintos caminos, siempre llegamos al mismo punto de partida: puesto que nada existe, la poesía funda una realidad que se basta por sí misma. Contradicción que cuando se revela irresoluble lleva al poeta hasta el silencio. ¿Bécquer como antecedente de la pasión inútil existencialista, del absurdo beckettiano? Sí, también, como eslabón, tan necesario como prescindible, según se vea, de una tradición que no es únicamente literaria, sino que abarca todos los aspectos que somos capaces de sentir, pensar o imaginar que tiene la vida humana.

Después de todo, muerto el perro se acabó la rabia.

[...]
José Batlló Prólogo a Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer Lumen 1985

miércoles, 23 de julio de 2008

LOUIS ARAGON

LOUIS ARAGON


"No más pintores, no más escritores, no más músicos, no más escultores, no más religiones, no más republicanos, no más monárquicos, no más imperialistas, no más anarquistas, no más socialistas, no más bolcheviques, no más políticos, no más proletarios, no más demócratas, no más ejércitos, no más policía, no más naciones, no más idioteces de éstas, no más, no más, NADA, NADA, NADA.
Y con ello esperamos que la novedad, que será lo mismo y que ya no tendremos que desear, se convierta en menos enraizada, menos inmediatamente GROTESCA."
Louis Aragon (1920)

No No era este el lugar ningún lugar nunca más un lugar
Javier Egea Raro de luna 1990

WALTER BENJAMÍN

bres autors estrangers

"La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es 'el estado de excepción' en que vivimos"
(Tésis de la Filosofía de la historia)

Benjamín no supo jamás administrar su vida ni su trabajo. En la resistencia a normalizar su escritura según las reglas de la cultura académica o del mercado editorial, puede encontrarse una de las claves ideológicas y formales de toda su obra. Desde la perspectiva profesional, las conductas de Benjamín fueron torpes y, cada una de las dificultades que encontró para publicar sus escritos tuvo un anticipo en estrategias desviadas de los fines que decía perseguir. Desmañado e inconstante en la promoción de sí mismo: esto sólo configuraría un estilo intelectual, si no se hubiera tramado, de modo indisoluble, con sus proyectos, con la extensión de sus escritos y con los objetos que abordaba [...] no dispuso su vida con la sabiduría administrativa del profesional, sino con la deriva dolorosa de quien se siente siempre en un lugar provisorio y, al mismo tiempo, persigue con tenacidad algunos fines. Esta mezcla hace que sus movimientos sean torpes, según una razón instrumental, y gráciles según una razón moral [...]

Beatriz Sarlo
Siete ensayos sobre Walter Benjanín Buenos Aires Fondo de Cultura Económica 2000 págs. 17-18

sábado, 19 de julio de 2008

POESÍA

poesía REVISTA ILUSTRADA DE INFORMACIÓN POÉTICA 1978-2003 Catálogo de la Exposición Ministerio de Cultura Madrid 2004

viernes, 18 de julio de 2008

JACK LONDON

Jack London Tiempos malditos Ediciones 29 Libros Río Nuevo Traducción J. Gutiérrez Álvarez Barcelona 1990

Jack London (1876-1916), ofrece en este libro un tema básico: el del hombre enfrentado a cicunstancias adversas que le impiden realizarse con plena libertad. Se advierte enseguida la crítica a nuestra sociedad, a nuestra civilización, donde, desde siempre, las presiones acaban por asfixiarnos y donde a los disidentes, a los que rompen los moldes establecidos, se les acosa y persigue o, lo que es peor todavía, se les aplica el pacto del silencio.

jueves, 17 de julio de 2008

FAULKNER




William Faulkner Santuario 1ª edición ESPASA-CALPE, S. A. Madrid 1934

Faulkner is the coming man.
Arnold Bennet.

CAPITULO PRIMERO

De detrás de la cerca de arbustos que rodeaba el manatial observó Popeye al hombre que se hallaba bebiendo. Una tenue senda llevaba del camino al manatial. Popeye observó al hombre -un hombre alto, flaco, destocado, con un raído pantalón de franela gris y una chaqueta de paño de dos colores sobre el brazo- cuando éste emergía de la senda y se arrodillaba a beber en el manatial.
El manatial brotaba al pie de un haya y sus aguas fluían luego sobre un lecho de arena que formaba ondulaciones y remolinos. Estaba cercado de una espesa vegetación de cañas y escaramujos, de cipreses y árboles gomeros, en que la luz solar yacía rota, desprendida de su fuente. En algún lugar, misterioso y oculto, pero cercano, un pájaro cantó tres notas y se detuvo.
En el manatial, el hombre que se hallaba bebiendo inclinó el rostro hacia los múltiples reflejos rotos de su propia acción de beber. Al levantarse vió entre ellos, en mil añicos, el canotier de Popeye, aun cuando no lo había sentido llegar.
Vió, a través del manatial, de cara a él, un hombre de pequeña estatura, con las manos en los bolsillos de la chaqueta y un cigarrillo en la boca, sesgado, que partía de su barbilla. Iba vestido de negro, con una chaqueta ceñida y de talle alto. Llevaba pantalones remangados en una sola vuelta y encostrados de lodo sobre zapatos enfangados. Su rostro tenía un color extraño y exangüe, como visto a la luz eléctrica; contra el soleado silencio, su sombrero de pajilla ladeado y sus brazos ligeramente en jarras tenía aquella cualidad viciosa y sin fondo del estaño estampado.
Detrás de él volvió a cantar el pájaro tres compases en monótona repetición: un sonido profundo y sin significación que surgía del suspirante y pacífico silencio siguiente que parecía aislar el sitio y del cual salió un momento después el ruido de un automóvil que pasaba a lo largo de la carretera y se desvaneció a lo lejos.
El hombre se quedó arrodillado junto a la fuente.
- Parece que trae usted una pistola en ese bolsillo, ¿eh?- dijo.
Del otro lado del manantial Popeye parecía contemplarle con dos bolas de goma negra y blanda por ojos.
- Eso es lo que yo le pregunto a usted -dijo Popeye-. ¿Qué lleva usted en ese bolsillo?
El otro tenía aún la chaqueta atravesada en el brazo. Levantó la otra mano hacia ella y sacó de un bolsillo un sombrero de fieltro estrujado y del otro un libro.
- ¿En qué bolsillo?- dijo.
- No me muestre nada -dijo Popeye-. Conteste.
El otro contuvo la mano:
- Es un libro.
- ¿Qué libro?- dijo Popeye.
- Un libro simplemente. La clase de libros que lee la gente. Que leen algunos.
- ¿Lee usted libros?- preguntó Popeye.
La mano del otro quedó helada encima de la chaqueta. Los dos se miraron a través del manatial. Del cigarrillo de Popeye partía, enroscándose a través de su cara, una tenue pluma de humo; un lado de su cara se contraía al contacto del humo como una máscara tallada en dos expresiones simultáneas.
Del bolsillo posterior de su pantalón sacó Popeye un pañuelo sucio que extendió en el suelo. Luego se encuclilló, mirando al hombre a través del manantial. Era una tarde de mayo, a eso de las cuatro. Los dos se quedaron así, de cuclillas, mirándose mutuamente a través del manatial durante dos horas. De vez en cuando el pájaro volvía a cantar en la ciénaga, como movido por un muelle de reloj; otros dos automóviles invisibles pasaron a lo largo de la carretera y se desvanecieron a lo lejos. De nuevo volvió a cantar el pájaro.
- Y, por supuesto, no sabe usted cómo se llama -dijo el hombre al otro lado del manantial-. Apostaría que no conoce usted un solo pájaro, a no ser el que haya oído cantar en una jaula desde un canapé de hotel o servido en un plato al precio de cuatro dólares.
Popeye no dijo nada. Siguió agachado en su ceñido traje negro, el bolsillo derecho de su chaqueta hundido y apretado contra su flanco, haciendo girar y sacando boquilla a los cigarrillos en sus pequeñas manos de muñeca, escupiendo al interior del manantial. Su piel tenía una obscura palidez mortal. Tenía una nariz ligeramente aquilina, y carecía en absoluto de barbilla. Su cara parecía disolverse, como la cara de una muñeca de cera olvidada junto al fuego. Sobre su chaleco se extendía, horizontalmente, una cadena de platino semejante a un hilo de telaraña.
- Oiga usted -dijo el otro-: yo me llamo Horace Benbow. Soy abogado en Kinston. He vivido en Jefferson; ahora voy de paso para allá. Cualquier persona en este país podrá decirle a usted que soy inofensivo. Si se trata de whisky, por mi pueden ustedes hacer, vender o comprar todo el que les venga en gana. Yo sólo me he detenido aquí a beber un trago de agua. Todo lo que yo quiero es llegar a la ciudad, a Jefferson.
Los ojos de Popeye le miraban como bolas de goma, como si hubieran cedido al contacto de un pulgar y resurgieran luego con la tiznadura de la impresión digital en la superficie.
- Quiero llegar a Jefferson antes de la noche -dijo Benbow-. No puede usted demorarme aquí de este modo.
Sin quitarse el cigarrillo de la boca, Popeye escupió al otro lado del manantial.
- No puede detenerme de este modo -dijo Benbow-. Suponga usted que echara a correr...
Popeye fijó sus ojos en Benbow como un sello de goma.
- ¿Quiere usted escapar?
- No- dijo Benbow.
Popeye desvió la mirada.
- No lo haga, pues.
Benbow oyó de nuevo el pájaro y trató de recordar su nombre local. Por la carretera, invisible, pasó otro auto y se desvaneció. Entre ellos y el ruido del coche casi se había puesto el sol. Popeye sacó un reloj de a dolar del bolsillo del pantalón, lo consultó y lo metió de nuevo en su bolsillo, suelto como una moneda.
Donde el sendero que partía del manantial se unía al atajo arenoso había sido derribado recientemente un árbol que obstruía el camino. Los dos pasaron sobre el árbol y siguieron su marcha; la carretera quedaba ahora a su espalda.
En la arena se veían dos depresiones paralelas poco profundas, pero ninguna marca de cascos. Donde el agua del manantial se filtraba a través de la arena vió Benbow las impresiones de las gomas de un automóvil. Popeye marchaba ante él, anguloso, en su traje ceñido y su sombrero rígido, como un pie de lámpara moderno.
Llegaron adonde cesaba la arena. El camino surgía en curva de la manigua. Había obscurecido casi del todo. Popeye miró rapidamente por encima del hombro.
- Vamos, hombre, dese prisa- dijo Popeye.
-¿Por qué no hemos cortado recto a través de la loma?- dijo Benbow.
-¿Por medio de todos esos árboles?- dijo Popeye. Al sacudir la cabeza mirando loma abajo, donde la manigua yacía ya como un lago de tinta, su sombrero emitió un destello vicioso, opaco a la luz del crepúsculo-. ¡Cristo!
Casi había anochecido. Popeye había moderado el paso. Marchaba ahora a la par de Benbow, y éste veía su sombrero en continuo y rápido movimiento pendular al tiempo que Popeye volvía la mirada a los lados con una especie de rencor perruno. Algo, una sombra formada por el vuelo, se dobló entonces sobre ellos y siguió dejando una corriente de aire en sus rostros, con un silencioso movimiento de alas en tensión; Benbow sintió que todo el cuerpo de Popeye saltaba contra él y que su mano se le agarraba a la chaqueta.
- No es sino una lechuza -dijo Benbow-. Simplemente una lechuza. -Y añadió-: El que cantaba era un pájaro pescador que llaman reyezuelo de Carolina. Así se llama. No me podía acordar cuando estábamos allá atrás. -Popeye se arrebujaba contra él, agarrado a su bolsillo, silbando por entre los dientes como un gato-. Huele a negro -pensó Benbow-; huele como aquella materia negra que salía de la boca de la Bovary y corría por su velo nupcial cuando la levantaron muerta.
Un momento después, sobre la negra y dentada masa de árboles, levantaba la casa su rígida estructura cuadrada contra el cielo evanescente.

La casa era una ruina desvencijada que surgía rígida, escuálida, de un bosque de cedros por podar. Era una especie de boya, conocida por la casa del Viejo Francés, construída antes de la Guerra Civil; una casa de hacienda enclavada en medio de un erial, de campos de algodón, jardines y macizos de césped que hacía mucho habían avanzado hacia la manigua que las gentes de la vecindad habían ido devastando para proveerse de leña durante cincuenta años o cavándola con un secreto y esporádico optimismo en busca del oro que, según se decía, había escondido el constructor de la casa en alguna parte en derredor cuando Grant atravesó el país en su campaña de Vickburg.
Tres hombres, sentados en sillas, se hallaban a un extremo del soportal. En la profundidad del pasadizo abierto brillaba una débil luz. El pasadizo corría en línea recta hacia la parte posterior, a través de la casa. Popeye subió la escalinata mientras los tres hombres aguardaban con los ojos fijos en él y en su compañero.
- He aquí al profesor- dijo sin detenerse.
Entró en la casa a lo largo del pasadizo, hasta cruzar el soportal posterior; entonces dobló y entró en la pieza donde estaba la luz. Era la cocina. Una mujer se hallaba junto al fogón. Llevaba un vestido de percal desteñido. Al moverse, un par de toscos zapatos de hombre desatados gualdrapeaban contra sus tobillos desnudos. Volvió la vista hacia Popeye, luego miró de nuevo al fogón, donde siseaba una cacerola de viandas.
Popeye se paró a la puerta. El ala del sombrero ladeado le cruzaba diagonalmente la cara. Tomó un cigarrillo del bolsillo sin sacar la cajetilla, le hizo boquilla, lo estregó entre los dedos, se lo puso en la boca y encendió un fósforo con la uña del pulgar.
-Ahí fuera está el pájaro- dijo.
La mujer no volvió la vista. Dió vuelta a la carne.
-¿Por qué me lo dices?- dijo ella-. Yo no sirvo a los parroquianos de Lee.
-Es un profesor- dijo Popeye.
La mujer se volvió con un tenedor de hierro pendiente de la mano. Detrás del fogón, en la sombra, había una caja de madera.
-¿Un qué?
-Un profesor- dijo Popeye-. Trae un libro consigo.
-¿Qué viene a hacer aquí?
-No sé. No se me ocurrió preguntarle. Tal vez a leer el libro.
-¿Vino él aquí?
-Yo le encontré junto al manatial.
-¿Andaba él en busca de esta casa?
-Yo no sé- dijo Popeye-. No se me ocurrió preguntarle. - La mujer seguía aún mirándole-. Lo mandaré a Jefferson en el camión. Dijo que quería ir allá.
-¿Por qué me dices eso a mí?- dijo la mujer.
-Cocina, anda, que quiere comer.
-Sí- dijo la mujer. Se volvió de nuevo hacia la estufa-. Yo cocino. Yo cocino para pillos, buscones y maleantes. Sí, yo cocino.
Popeye la observaba desde la puerta; el humo del cigarrillo cruzaba, enroscándose, ante su cara. Tenía las manos en los bolsillos.
-Puedes marcharte. Te llevaré otra vez a Menphis el domingo. Puedes volver a buscarte la vida- volvió la mirada hacia ella-. Te estás poniendo gorda aquí. Echándote al sol en el campo. No iré a decirles nada a los de Manuel Street.
La mujer se volvió con el tenedor en la mano.
-¡Canalla!- dijo ella.
-Desde luego -dijo Popeye-. No iré a decirles que Ruby Lamar anda aquí por el campo con un par de zapatos que Lee Goodwin ha echado a la basura, picando ella misma su leña. No. No les diré que Lee Goodwin es un hombre excelente.
-¡Canalla ! -dijo la mujer-. ¡Canalla!
-¡Desde luego!- dijo Popeye.
Y volvió la cabeza. Se sintió un tenue rumor a través del portal, luego entró un hombre. Venía encorvado, vestido con un mono. Andaba descalzo; eran sus pies descalzos los que habían sentido ellos. Tenía una barda de pelo quemado por el sol, sucio y desgreñado. Tenía ojos pálidos y furiosos, barba corta y suave color de oro sucio.
-El diablo me lleve si no es un caso curioso- dijo.
-¿Qué es lo que quieres?- dijo la mujer.
El hombre vestido con el mono no contestó. Al pasar miró a Popeye con una ojeada a la vez alerta y misteriosa, como si estuviera pronto a reír un chiste y aguardara el momento de reírlo. Cruzó la cocina con paso vacilante, semejante a un oso, y todavía con aquel aire alegre y misterioso, aunque ante los propios ojos de ellos, levantó una tabla suelta del piso y sacó una botija de a galón. Popeye lo observó, los dedos índices en el chaleco, el humo de su cigarrillo (lo había fumado todo sin tocarlo una sola vez en la mano) en volutas a través de su cara. Su expresión era feroz, acaso funesta; miraba contemplativamente al hombre vestido del mono, que cruzaba de nuevo la cocina con una especie de timidez alerta, ocultando torpemente la botija bajo su costado; miró a Popeye con aquella expresión alerta y pronta al regocijo hasta que salió de la cocina. De nuevo sintieron sus pies desnudos en el portal.
-Desde luego- dijo Popeye-. No iré a decirles a los de Manuel Street que Ruby Lamar está aquí cocinando para un maleante y un testaferro.
-¡Canalla -dijo la mujer-. ¡Canalla!
[...]
William Faulkner Santuario

martes, 15 de julio de 2008

SÍSIFO

Albert Camus El mito de Sísifo /El hombre rebelde Ed. Losada Cristal del tiempo Traducción de Luis Echévarri Buenos Aires 1963

LO ABSURDO Y EL SUICIDIO


No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación. Se trata de juegos; primeramente hay que responder. Y si es cierto, como quiere Nietzche, que un filósofo, para ser estimable, debe predicar con el ejemplo, se advierte la importancia de esta respuesta, puesto que va a preceder al gesto definitivo. Se trata de evidencias perceptibles para el corazón, pero que deben profundizarse a fin de hacerlas claras para el espíritu.
Si me pregunto para qué voy a juzgar si tal pregunta es más apremiante que tal otra, respondo que pone en juego los actos. Nunca vi a nadie morir por el argumento ontológico. Galileo, quien defencía una verdad científica importante, la abjuró con la mayor facilidad del mundo cuando puso su vida en peligro. En cierto sentido hizo bien (1). Aquella verdad no valía la hoguera. Es profundamente indiferente quién gira alrededor del otro, si la tierra o el sol. Para decirlo todo, es una cuestión baladí. En cambio, veo que muchas personas mueren porque estiman que la vida no vale la pena de que se la viva. Veo a otras que, paradójicamente, se hacen matar por las ideas o las ilusiones que les dan una razón para vivir (lo que se llama una razón para vivir es, al mismo tiempo, una excelente razón para morir). Opino, en consecuencia, que el sentido de la vida es la pregunta más apremiante. ¿Cómo contestarla? Con respecto a todos los problemas esenciales, y considero como tales a los que ponen en peligro la vida o los que decuplican el ansia de vivir, no hay probablemente sino dos métodos de pensamiento: el de Pero Grullo y el de Don Quijote. El equilibrio de evidencia y lirismo es lo único que puede permitirnos asentir al mismo tiempo a la emoción y a la claridad. Se concibe que en un tema a la vez tan humilde y tan cargado de patetismo, la dialéctica sabia y clásica deba ceder el lugar, por lo tanto, a una actitud espiritual más modesta que procede a la vez del buen sentido y de la simpatía.
Nunca se ha tratado del suicidio sino como de un fenómeno social. Por el contrario, aquí se trata, para comenzar, de la relación entre el pensamiento individual y el suicidio. Un acto como éste se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra. El hombre mismo lo ignora. Una noche dispara o se sumerge. De un gerente de inmuebles que se había matado me dijeron un día que había perdido a su hija hacía cinco años y que esa desgracia le había cambiado mucho, le había "minado". No se puede desear una palabra más exacta. Comenzar a pensar es comenzar a ser minado. La sociedad no tiene mucho que ver con estos comienzos. El gusano se halla en el corazón del hombre y hay que buscarlo en él. Este juego mortal, que lleva de la lucidez frente a la existencia de la evasión fuera de la luz, es algo que debe investigarse y comprenderse.
Son muchas las causas de un suicidio, y, de una manera general, las más aparentes no han sido las más eficaces. La gente se suicida rara vez (sin embargo, no se excluye la hipótesis) por reflexión. Lo que desencadena la crisis es casi siempre incontrolable. Los diarios hablan con frecuencia de "penas íntimas" o de "enfermedad incurable". Son explicaciones valederas. Pero habría que saber si ese mismo día un amigo del desesperado no le habló con un tono indiferente. Ése sería el culpable, pues tal cosa puede bastar para precipitar todos los rencores y todos los cansancios todavía en suspenso (2).
Pero si es difícil fijar el instante preciso, el paso sutil en que el espíritu ha apostado en favor de la muerte, es más fácil extraer del acto mismo las consecuencias que supone. Matarse, en cierto sentido, y como en el melodrama, es confesar. Es confesar que se ha sido sobrepasado por la vida o que no se comprende ésta. Sin embargo, no vayamos demasiado lejos en estas analogías y volvamos a las palabras corrientes. Es solamente confesar que eso "no merece la pena". Vivir, naturalmente, nunca es fácil. Uno sigue haciendo los gestos que ordena la existencia por muchas razones, la primera de las cuales es la costumbre. Morir voluntariamente supone que se ha reconocido, aunque sea instintivamente, el carácter irrisorio de esa costumbre, la ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato de esa agitración cotidiana y la inutilidad del sufrimiento.
¿Cual es, pues, ese sentimiento incalculable que priva al espíritu del sueño necesario para una vida? Un mundo que se puede explicar hasta con malas razones es un mundo familiar. Pero, por el contrario, en un universo privado repentinamente de ilusiones y de luces, el hombre se siente extraño. Es un exilio sin remedio, pues está privado de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida. Tal divorcio entre el hombre y su vida, entre el actor y su decoración, es propiamente el sentimiento de lo absurdo. Como todos los hombres sanos han pensado en su propio suicidio, se podrá reconocer, sin más explicaciones, que hay un vínculo directo entre este sentimiento y la aspiración a la nada.
El tema de este ensayo es, precisamente, esa relación entre lo absurdo y el suicidio, la medida exacta en que el suicidio es una solución de lo absurdo. Se puede sentar como principio que para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción. La creencia en lo absurdo de la existencia debe gobernar, por lo tanto, su conducta. Es una curiosidad legítima preguntarse, claramente y sin falso patetismo, si una conclusión de este origen exige que se abandone lo más rapidamente posible una situación incomprensible. Me refiero, por supuesto, a los hombres dispuestos a ponerse de acuerdo consigo mismo.
Planteado en términos claros, el problema puede parecer a la vez sencillo e insoluble. Pero se supone equivocadamente que las preguntas sencillas traen consigo respuestas que no lo son menos y que la evidencia implica la evidencia. A priori, e invirtiendo los términos del problema, así como se mata uno o no se mata, parece que no hay sino dos soluciones filosóficas: la del sí y la del no. Eso sería demasiado fácil. Pero hay que tener en cuenta a los que interrogan siempre sin llegar a una conclusión. A este respecto, apenas ironizo: se trata de la mayoría. Veo igualmente que quienes responden que no, obran como si pensasen que sí. De hecho, si acepto el criterio nietzchano, piensan que sí de una u otra manera. Por el contrario, quienes se suicidan suelen estar con frecuencia seguros del sentido de la vida. Estas contradicciones son constantes. Hasta se puede decir que nunca han sido tan vivas como con respecto a este punto en el cual la lógica, por lo contrario, parece tan deseable. Es un lugar común comparar las teorías filosóficas con la conducta de quienes las profesan. Pero es necesario decir que, salvo Kirilov, que pertenece a la literatura, Peregrinos, que nace de la leyenda (3), y Jules Lequier, que surge de la hipótesis, ninguno de los pensadores que negaban un sentido a la vida, se puso de acuerdo con su lógica hasta el punto de rechazar esta vida. Se cita con frecuencia, para reírse de él, a Schopenhauer, quien elogiaba el suicidio ante una mesa bien provista. No hay en ello motivo para burlas. Esta manera de no tomar lo trágico en serio no es tan grave, pero termina juzgando a quien lo adopta.
Ante estas contradicciones y estas oscuridades, ¿hay que creer, por lo tanto, que no existe relación alguna entre la opinión que se puede tener de la vida y el acto que se hace para abandonarla? No exageremos nada en este sentido. En el apego de un hombre a la vida hay algo más fuerte que todas las miserias del mundo. La condena del cuerpo equivale a la del espíritu y el cuerpo retrocede ante el aniquilamiento. Adquirimos la costumbre de vivir antes de adquirir la de pensar. En la carrera que nos precipita cada día un poco más hacia la muerte, el cuerpo mantiene una delantera irreparable. Finalmente, lo esencial de esta contradicción reside en lo que yo llamaría la elisión, porque es a la vez menos y más que la diversión en el sentido pascaliano. El juego constante consiste en eludir. La elisión típica, la elisión mortal que constituye el tercer tema de este ensayo, es la esperanza: esperanza de otra vida que hay que "merecer", o engaño de quienes viven no para la vida misma, sino apra alguna gran idea que la supera, la sublima, le da un sentido y la traiciona.
Todo contribuye así a enredar las cosas. No en vano se ha jugado hasta ahora con las palabras y se ha fingido creer que negar un sentido a la vida lleva forzozamente a declarar que no vale la pena de que se la viva. En verdad, no hay equivalencia forzoza alguna entre estos dos juicios. Lo único que hay que hacer es no dejarse desviar por las confusiones, los divorcios y las inconsecuencias que venimos señalando. Hay que apartarlo todo e ir directamente al verdadero problema. El que se mata considera que la vida no vale la pena de que se la viva: he aquí una verdad indudable, pero fecunda, porque es una perogrullada. ¿Pero es que este insulto a la existencia, este desmentido en que se la hunde, procede de que no tiene sentido?¿Es que su absurdidad exige que se la evada mediante la esperanza o el suicidio? Eso es lo que se debe poner en claro, averiguar e ilustrar, dejando de lado todo lo demás. ¿Lo absurdo impone la muerte? Éste es el problema que hay que estudiar antes que los otros, al margen de todos los métodos de pensamiento y de los juegos del espíritu desinteresado. Los matices, las contradicciones, la psicología que un espíritu "objetivo" sabe introducir siempre en todos los problemas, no tienen lugar en el análisis de esta pasión. Esto no es fácil. Lo fácil es siempre ser ilógico. Es casi imposible ser lógico hasta el fin. Los hombres que mueren por sus propias manos siguen hasta el final la pendiente de su sentimiento. La reflexión sobre el suicidio me proporciona, por lo tanto, la ocasión para plantear el único problema que me interesa: ¿Hay una lógica hasta la muerte? No puedo saberlo sino siguiendo, sin apasionamiento desordenadp, a la sola luz de la evidencia, el razonamiento cuyo origen indico. Es lo que llamo un razonamiento absurdo. Muchos lo han comenzado, pero no sé todavía si lo han conseguido.
Cuando Karl Jaspers, revelando la imposibilidad de constituir al mundo en unidad, exclama: "Esta limitación me lleva a mi mismo, allá donde ya no me retiro detrás de un punto de vista objetivo que no hago sino representar, allá donde ni yo mismo ni la existencia ajena puede ya convertirse en objeto para mí", evoca, después de otros muchos, esos lugares desiertos y sin agua en los cuales el pensamiento llega a sus confines. Después de otros muchos, sí, sin duda, ¡pero cuan impacientes por salir de ellos! A este último recodo en el cual el pensamiento vacila han llegado muchos hombres, y de los más humildes. Estos renunciaban entonces a lo más querido que poseían y que era su via.Otros, príncipes del espíritu, han renunciado también, pero a lo que llegaron en su rebelión más pura es al suicidio de su pensamiento. El verdadero esfuerzo consiste, por el contrario, en atenerse a él mientras sea posible y en examinar de cerca la vegetación barroca de esas regiones alejadas. La tenacidad y la clarividencia son espectadores privilegiados de ese juego inhumano en el cual lo absurdo, la esperanza y la muerte intercambian sus réplicas. El espíritu puede de tal modo analizar las figuras de esta danza, a la vez elemental y sutil, antes de ilustrarlas y reanimarlas de nuevo.
Albert Camus El mito de Sísifo
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1. Desde el punto de vista del valor relativo de la verdad. Por el contrario, desde el punto de vista de la conducta viril, la fragilidad de este sabio puede hacer sonreir.
2. No desaprovechemos la ocasión para señalar el carácter relativo de este ensayo. El suicidio puede, en efecto, relacionarse con consideraciones mucho más respetables. Ejemplo: los suicidios políticos llamados de protesta en la revolución china.
3. He oído hablar de un émulo de Peregrinos, escritor de la postguerra, que después de haber terminado su primer libro se suicidó para llamar la atención sobre su obra. Llamó, en efecto, la atención, pero se juzgó malo el libro.

viernes, 11 de julio de 2008

EL BIATHANATOS

Jorge Luis Borges Obras Completas (1941-1960) II Círculo de Lectores Barcelona 1992



EL BIATHANATOS


A De Quincey (con quien es tan vasta mi deuda que especificar una parte parece repudiar o callar las otras) debo mi primera noticia del Biathanatos. Este tratado fue compuesto a principios del siglo XVII por el gran poeta John Donne (1) que dejó el manuscrito a Sir Robert Carr, sin otra prohibición que la de darlo "a la prensa o al fuego". Donne murió en 1631; en 1642 estalló la guerra civil; en 1644, el hijo primogénito del poeta dio el viejo manuscrito a la prensa, "para defenderle del fuego". El Biathanatos abarca unas doscientas páginas; De Quincey (Writings, VIII, 336) las compendia así: El suicidio es una de las formas del homicidio; los canonistas distinguen el homicidio voluntario del homicidio justificable; en buena lógica, también cabe aplicar al suicidio esa distinción. De igual manera que no todo homicida es un asesino, no todo suicida es culpable de pecado mortal. En efecto, tal es la tesis aparente del Biathanatos; la declara el subtítulo (The Self- homicide is no sot naturally Sin that in my never be otherwise) y la ilustra, o la agobia, un docto catálogo de ejemplos fabulosos o auténticos, desde Homero (2) "que había escrito mil cosas que no pudo entender otro alguno y de quien dicen que se ahorcó por no haber entendido la adivinanza de los pescadores", hasta el pelícano, símbolo de amor maternal, y las abejas, que, según consta en el Hexameron de Ambrosio, "se dan muerte cuando han contravenido a las leyes de su rey". Tres páginas ocupan el catálogo y en ellas he notado esa vanidad: la inclusión de ejemplos oscuros ("Festo, favorito de Domiciano, que se mató para disimular los estragos de una enfermedad de la piel"), la omisión de otros de virtud persuasiva -Séneca, Temítocles, Catón- que podrían parecer demasiado fáciles.
No sabremos nunca si Donne redactó el Biathanatos con el deliberado fin de insinuar ese oculto argumento o si una previsión de ese argumento, siquiera momentánea o crepuscular, lo llamó a la tarea. Más verosimil me parece lo último; la hipótesis de un libro que para decir A dice B, a la manera de un criptograma, es artificial, no así la de un trabajo impulsado por una intuición imperfecta. Hugh Fausset ha sugerido que Donne pensaba coronar con el suicidio su reivindicación del suicidio; que Donne haya jugado con esa idea es posible o probable; que ella baste a explicar el Biathanatos es, naturalmente, ridículo.
Donne, en la tercera parte del Biathanatos, considera las muertes voluntarias que las Escrituras refieren; a ninguna dedica tantas páginas como a la de Sansón. Empieza por establecer que ese "hombre ejemplar" es emblema de Cristo y que parece haber servido a los griegos como arquetipo de Hércules. Francisco de Vitoria y el jesuita Gregorio de Valencia no quisieron incluirlo entre los suicidas; Donne, para refutarlos, copia las últimas palabras que dijo, antes de cumplir su venganza: "Muera yo con los filisteos" (Jueces 16:30). Asimismo rechaza la conjetura de San Agustín, que afirma que Sansón, rompiendo los pilares del templo, no fue culpable de las muertes ajenas ni de la propia, sino que obedeció a una inspiración del Espíritu Santo, "como la espada que dirige sus filos por disposición del que la usa" (La ciudad de Dios, I, 20). Donne, tras de probar que esa conjetura es gratuita, cierra el capítulo con una sentencia de Benito Pereiro, que dice que Sansón, no menos en su muerte que en otros actos, fue símbolo de Cristo.
Invirtiendo la tesis agustiniana, los quietistas creyeron que Sansón "por violencia del demonio se mató juntamente con los filisteos" (Heterodoxos españoles V, I, 8); Milton (Samsom agonistes, in fine) lo vindicó de la atribución de un suicidio; Donne, lo sospecho, no vio en ese problema casuístico sino una suerte de metáfora o simulacro. No le importaba el caso de Sansón -¿Y por qué había de importarle?- o solamente le importaba, diremos, como "emblema de Cristo". En el Antiguo Testamento no hay héroe que no haya sido promovido a esa autoridad; para San Pablo, Adán es figura del que tenía que venir; para San Agustín, Abel representa la muerte del Salvador, y su hermano Seth, la resurrección; para Quevedo, "prodigioso diseño fue Job de Cristo". Donne incurrió en es analogía trivial para que su lector comprendiera: "Lo anterior, dicho de Sansón, bien puede ser falso; no lo es, dicho de Cristo".
El capítulo que directamente habla de Cristo no es efusivo. Se limita a invocar dos lugares de la Escritura: la frase: "doy mi vida por las ovejas" (Juan 10: 15) y la curiosa locución "dio el espíritu", que usan los cuatro evangelistas para decir "murió". De esos lugares, que confirma el versículo "Nadie me quita la vida, yo la doy" (Juan 10: 18), infiere que el suplicio de la cruz no mató a Jesucristo y que éste, en verdad, se dio muerte con una prodigiosa y voluntaria emisión de su alma. Donne escribió esa conjetura en 1608; en 1631 la incluyó en un sermón que predicó, casi agonizante, en la capilla del palacio de Whitehall.
El declarado fin del Biathanatos es paliar el suicidio; el fundamental, indicar que Cristo se suicidó (3). Que, para manifestar esta tesis, Donne se viera reducido a un versículo de San Juan y a la repetición del verbo expirar es cosa inverosímil y aun increible; sin duda prefirió no insistir sobre un tema blasfematorio. Para el cristiano, la vida y la muerte de Cristo son el acontecimiento central de la historia del mundo; los siglos anteriores lo prepararon, los subsiguientes lo reflejan. Antes que Adán fuese formado del polvo de la tierra, antes que el firmamento separara las aguas de las aguas, el Padre ya sabía que el Hijo había de morir en la cruz y, para teatro de esa muerte futura, creó la tierra y los cielos. Cristo murió de muerte voluntaria, sugiere Donne, y ello quiere decir que los elementos y el orbe y las generaciones de los hombres y Egipto y Roma y Babilonia y Judá fueron sacados de la nada para destruirlo. Quizá el hierro fue creado para los clavos y las espinas para la corona de escarnio y la sangre y el agua para la herida. Esa idea barroca se entrevé detrás del Biathanatos. La de un dios que fabrica el universo para fabricar su patíbulo.
Al releer esta nota, pienso en aquel trágico Philipp Batz, que se llama en la historia de la filosofía Philipp Mainländer. Fue, como yo, lector apasionado de Schopenhauer. Bajo su influjo (y quizá bajo el de los gnósticos) imaginó que somos fragmentos de un Dios, que en el principio de los tiempos se destruyó, ávido de no ser. La historia universal es la oscura agonía de esos fragmentos, Mainländer nació en 1841; en 1876 publicó su libro, Filosofía de la redención. Ese mismo año se dio muerte.

Jorge Luis Borges El Biathanatos ("Otras inquisiciones 1952) OC II págs. 293-295 Círculo de Lectores 1992
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1. Que de veras fue un gran poeta pueden demostrarlo estos versos: "License my roving hands and let them go / Before, behind, between, above, below./ O my America! my new-found-land..." (Elegies, XIX).
2. Cf. el epigrama sepulcral de Alceo de Mecena [Antología griega, VII, (I)].
3. Cf. De Quincey, Writings, VIII, 398; Kant, Religion innehalb der Grenzen der Vernunft, II, 2.


jueves, 10 de julio de 2008

EL SILENCIO


EL SILENCIO

Oye, hijo mío, el silencio.
F. G. LORCA

Lo sé. Hemos sido extranjeros...
L. GARCÍA MONTERO

Un paisaje de huellas esparcidas
parece miniar
el metal refulgente
de la madrugada.
Has tenido una vida
intensa e insuficiente.
Te han ocurrido cosas
como para ponerse a hablar solo.
Al final has logrado
ciertas explicaciones
antes de ser nuevamente troceado
por la industria de la realidad.
Comprendes que la respuesta no consiste
en organizar la alevosía
ni se trata de un duelo
a sable bajo los robles.
La derrota nunca tiene prisa:
se sienta a tu lado y hace calceta.
Al final sólo existe el campo de batalla
y la indómita voluntad
de que nadie consiga desterrarnos.

Después de mucho amor
y largas partidas de caza,
algo más viejo
y pulido de navegaciones,
vuelves a ti,
a tu dolor propio,
a vivir con ese animal de compañía
que es el silencio.
Fue su perro el único
que reconoció a Ulises en el regreso.
Uno es siempre extranjero.
Sólo queda al final la sencillez,
la sabiduría del tiempo chico,
sentir ese aliento suave de la mañana
en la piel perfumada y ya despierta
y saber que resistiremos
con un toque de paciencia,
distancia y clandestinidad.
Son las señales de nuestra
gran victoria,
de nuestra gran derrota.

Es el descubrimiento
de esa soledad
anegada de espacios
y del interminable diálogo
de la materia.
Las cosas se reparten amistosamente
el espacio contigo.
Son la mirada exacta,
la existencia irrebatible,
la memoria unánime del tiempo.
Debe ser espeluznante
la despedida final
de los objetos.

Qué es esto.
Qué es esta serenidad.
De dónde sale este gobierno,
esta lógica lenta
que exalta la lealtad de la materia.
Has pulido en aguas impetuosas
tu alma de búfalo
y aquella manía
de pelear a puñetazos
con el oleaje.
Carne gobernada,
cocinada en mil fuegos.
Haces las cosas despacio,
en su tiempo,
como estableciendo un relato.
Hay una solidaridad
que trabaja
al ritmo de tres generaciones.
Es la ética del eslabón
y del silencio.
Es la pasión laíca
del futuro trabajosamente construido.

Conoces muy bien el aspecto letal
de esa vieja burguesía
que todos los siglos
quema sus teatros.
El capitalismo es un sistema
para hacer obras en el centro.
El resto son mapas,
delincuencias de barriada
o la envidia incorregible
de la clase obrera.
Navegamos en ese lodo angustioso
de los viejos sentimientos.
Como ese amor
que cortasteis en vivo
y que hubo que darle
cuatro o cinco hachazos
para que expirara al fin
como una bestia alucinada.

La soledad contigo.
La pasión modesta
de algo que empieza
para terminar.
No es amor esta vez,
es una relación más duradera
la que nos une.
Hemos desayunado juntos en Granada
y en el barrio judío de París.
Podemos expresarnos
con la humildad del ciclista
y todo es tan sencillo
como poner comida al jilguero
o regar las macetas
mientras el otro observa en silencio.
O cogerse una mano
tras la cabra de Picasso
o bajo un arco de herradura
apeado en sillares de entrego.
Zarandeado por la buena puntería del
deseo
has entrado en sus partes blandas
como un halcón abejero.
Quizás lo más desgarrador
sea el beso final
como un bocado obsceno
en la nuca de una sardina.
Todo consiste en saber establecer
y a tiempo
una buena ley de extranjería.
No todas las separaciones son una derrota
cuando te esperan
el silencio
y la materia.

Amanece.
Hay huellas de gato
sobre el capó húmedo de los coches.
Cuánto hemos tenido que entregar
a esa terrible coherencia.
Es el dolor, sí,
pero es también el atrevimiento.
Y sales escindido
a la mañana de platino:
con el impulso
de la primera prueba de mar
de un buque
o como si alguien
te acabara de anunciar
que tienes cáncer.
Felipe Alcaraz Navegación de silencio

miércoles, 9 de julio de 2008

VALLEJO

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Pablo Picasso Retrato de César Vallejo

BORDAS DE HIELO

VENGO a verte pasar todos los días,
vaporcito encantado siempre lejos...
Tus ojos son dos rubios capitanes;
tu labio es un brevísimo pañuelo
rojo que ondea en un adiós de sangre!

Vengo a verte pasar; hasta que un día,
embriagada de tiempo y de crueldad,
vaporcito encantado siempre lejos,
la estrella de la tarde partirá!

Las jarcias; vientos que traicionan; vientos
de mujer que pasó!
Tus fríos capitanes darán orden;
y quien habrá partido seré yo...!

César Vallejo
Los heraldos negros





PAPIROFLEXIA

















VIDA

UN pájaro de papel en el pecho
dice que el tiempo de los besos no ha llegado;
vivir, vivir, el sol cruje invisible,
besos o pájaros, tarde o pronto o nunca.
Para morir basta un ruidillo,
el de otro corazón al callarse,
o ese regazo ajeno que en la tierra
es un navío dorado para los pelos rubios.
Cabeza dolorida, sienes de oro, sol que va a ponerse;
aquí en la sombra sueño con un río,
juncos de verde sangre que ahora nace,
sueño apoyado en ti calor o vida.

Vicente Aleixandre La destrucción o el amor

UNA SELECCIÓN NACIONAL...


... DE POESÍA

Revista Taifa 2ª época nº 2 Primavera 1997

lunes, 7 de julio de 2008

NÁUSEA


AL CASTOR

Jean-Paul Sartre La náusea Losada Biblioteca clásica y contemporánea 10ª Edición Buenos Aires 1967

"Es un muchacho sin importancia colectiva, exactamente un individuo."
LOUIS FERDINAND CÉLINE, L'Église

Jean-Paul Sartre
La náusea

EL MAR

MAR

De donde nace el sueño, en donde ciego
alrededor son láminas de frío,
las paredes del dado son seis noches
de estrellas escogidas.
No la mano
celeste ni el ojo acorralado
revelarán tu azar,
muerte ardiente y contigua a cada cara.

Pasan como sombrío pensamiento
peces, y en un delgado relumbrar de espada,
el mar se tiende abierto por su alero.
Gota a gota se evade,
horizontal, sin peso, se despeña
de la cumbre profunda... Más arriba,
allá en lo alto, ¿quién se sobrecoge?
Oh alma, y tantas luces
en esta latitud equivocada.

Miro al espacio alegre o al arcángel
enamorado de su piel nocturna
y apenas un instante ya se cifran
atrás las esperanzas conseguidas.

Y todo está en camino. Mirad:
La tierra pasa
ligera por el tacto enfebrecido
y un límite de sangre se conmueve.
-Este es el cuerpo. Arbol aquí. Distancia.
Medida de la mano.-
Vivamente
insepulta la sombra al otro lado
convoca aún. Mar. Nunca.
No olvidaré el siniestro salto obscuro.

Carlos Barral Figuración y fuga (de Poemas previos) Ed. Seix Barral S.A. 1ª ed. Barcelona 1966

LUIS CERNUDA


Luis Cernuda La realidad y el deseo (1924-1962) Fondo de Cultura Económica Madrid 1983

LA GLORIA DEL POETA

Demonio mío, mi semejante,
Te vi palidecer, colgado como la luna matinal,
Oculto en una nube por el cielo,
Entre las horribles montañas,
Una llama a guisa de flor tras la menuda oreja tentadora,
Blasfemando lleno de dicha ignorante
Igual que un niño cuando entona su plegaria,
Y burlándote cruelmente al contemplar mi cansancio de la tierra.

Mas no eres tú,
Amor mío hecho eternidad,
Quien deba reír de este sueño, de esta impotencia, de esta caída,
Porque somos chispas de un mismo fuego
Y un mismo soplo nos lanzó sobre las ondas tenebrosas
De una extraña creación, donde los hombres
Se acaban como un fósforo al trepar los fatigosos años de sus vidas.

Tu carne como la mía
Desea tras el agua y el sol el roce de la sombra;
Nuestra palabra anhela
El muchacho semejante a una rama florida
Que pliega la gracia de su aroma y color en el aire cálido de mayo;
Nuestros ojos el mar monótono y diverso,
Poblado por el grito de las aves grises en la tormenta,
Nuestra mano hermosos versos que arrojar al desdén de los hombres.

Los hombres tú los conoces, hermano mío;
Mírales como enderezan su invisible corona
Mientras se borran en la sombra con sus mujeres al brazo,
Carga de suficiencia inconsciente,
Llevando a comedida distancia del pecho,
Como sacerdotes católicos la forma de su triste dios,
Los hijos conseguidos en unos minutos que se hurtaron al sueño
Para dedicarlos a la cohabitación, en la densa tiniebla conyugal
De sus cubiles, escalonados los unos sobre los otros.

Mírales perdidos en la naturaleza,
Como enferman entre los graciosos castaños o los taciturnos plátanos.
Como levantan con avaricia el mentón,
Sintiendo un miedo oscuro morderles los talones;
Mira como desertan de su trabajo el séptimo día autorizado,
Mientras la caja, el mostrador, la clínica, el bufete, el despacho oficial
Dejan pasar el aire con callado rumor por su ámbito solitario.

Escúchales brotar interminables palabras
Aromatizadas de facilidad violenta,
Reclamando un abrigo para el niñito encadenado bajo el sol divino
O una bebida tibia, que resguarde aterciopeladamente
El clima de sus fauces,
A quienes dañaría la excesiva frialdad del agua natural.

Oye sus marmóreos preceptos
Sobre lo útil, lo normal o lo hermoso;
Óyeles dictar la ley al mundo, acotar el amor, dar canon a la belleza inexpresable
Mientras deleitan sus sentidos con altavoces delirantes;
Contempla sus extraños cerebros
Intentando levantar, hijo a hijo, un complicado edificio de arena
Que negase con torva frente lívida la refulgente paz de las estrellas.

Esos son, hermano mío,
Los seres con quienes muero a solas,
Fantasmas que harán brotar un día
El solemne erudito, oráculo de estas palabras mías ante alumnos extraños,
Obteniendo por ello renombre,
Más una pequeña casa de campo en la angustiosa sierra inmediata a la capital;
En tanto tú, tras irisada niebla,
Acaricias los rizos de tu cabellera
Y contemplas con gesto distraído desde la altura
Esta sucia tierra donde el poeta se ahoga.

Sabes sin embargo que mi voz es la tuya,
Que mi amor es el tuyo;
Deja, oh, deja por una larga noche
Resbalar tu cálido cuerpo oscuro,
Ligero como un látigo,
Bajo el mío, momia de hastío sepulta en anónima yacija,
Y que tus besos, ese venero inagotable,
Viertan en mí la fiebre de una pasión a muerte entre los dos;
Porque me cansa la vana tarea de las palabras,
Como al niño las dulces piedrecillas
Que arroja a un lago, para ver estremecerse su calma
Con el reflejo de una gran ala misteriosa.

Es hora ya, es más que tiempo
De que tus manos cedan a mi vida
El amargo puñal codiciado del poeta;
De que lo hundas, con sólo un golpe limpio,
En este pecho sonoro y vibrante, idéntico a un laúd,
Donde la muerte únicamente,
La muerte únicamente,
Puede hacer resonar la melodía prometida.
Luis Cernuda Invocaciones (1934-1935)


domingo, 6 de julio de 2008

Y UNA SONRISA

Pedro Muñoz Seca La venganza de D. Mendo Caricatura de tragedia en cuatro jornadas Prólogo de Jacinto Benavente Ilustraciones de Enrique Herreros Afrodisio Aguado S. A. Madrid 1967

[...]
BERTOLDINO
Oid.
Se hace un gran silencio y recita enfáticamente.
Los cuatro hermanos Quiñones
a la lucha se aprestaron,
y al correr de sus bridones,
como cuatro exhalaciones,
hasta el castillo llegaron.
"¡Ah, del castillo! -dijeron-.
¡Bajad presto ese rastrillo!"
Callaron y nada oyeron,
sordos, sin duda, se hicieron
los infantes del castillo.
"¡Tended el puente!... ¡Tendello!
Pues de no hacello, ¡pardiez!,
antes del primer destello
domaremos la altivez
de esa torre, habéis de vello..."
Entonces, los infazones
contestaron: "¡Pobres locos!...
Para asaltar torreones,
cuatro Quiñones son pocos.
¡Hacen falta más Quiñones!
Cesad en vuestra aventura,
porque aventura es aquesta
que dura, porque perdura
el bodoque en mi ballesta..."
Y a una señal, dispararon
los certeros ballesteros,
y de tal guisa atinaron,
que por el suelo rodaron
corceles y caballeros.

Murmullos de aprobación.

Y, según los cronicones,
aquí termina la historia
de doña Aldonza Briones,
cuñada de los Quiñones
y prima de los Hontoria.

Nuevos murmullos.
[...] De la Jornada Primera

EL BARDO


ARA NO ES FA, PRO JO ENCARA HO FARIA
A Joan Merli

Ara no es fa, pro jo encara ho faria:
una galera armaria de nits
o un galió
amb les veles més fines,
i amb cent pirates com la meva sort.
No pregunteu quines mars fendiríem
-foren aquelles on calgués valor.

Ara no es fa, pro jo encara ho faria:
els foren lladres de l'argent i l'or
i foren lladres si perles havien
-jo robaria només per amor.
Fos amb engany
si de gran no venien,
jo robaria les noies del Ports.

I encar sóc cert de trobar una illa
on les penyores pogués amagar
i fer pagar les més belles estrenes
de les donzelles sota el meu capçal.
Al pler del vent, desplegades les veles,
voldria ésser el més brau capità.

Ara no es fa, pro jo encara ho faria
-si d'un amor sofria el desengany-
lligar l'atzar de la mar a ma vida
i anar tan lluny que no pogués tornar.
Oh, si el vaixell duis el nom de l'amiga
-de tant d'enyor llanguiria el mar.
Joan Salvat-Papasseit Óssa Menor (1925)

Joan Salvat-Papasseit es un fenómeno realmente singular en la poesía catalana de su tiempo. Su intuición poética es el arma de que se vale para superar las numerosas indecisiones e imprecisiones que son producto del deficiente conocimiento académico de la lengua con la que trabaja. La fe que pone en cada uno de sus poemas, la rebeldía a unas formas de expresión dadas de antemano, el claro anarquismo ideológico, enlazan su obra con el mejor momento del romanticismo, del que toma elementos diversos. Sus influencias, pues, parecen ser extrapoéticas. Su marginamiento de la poesía de la época no se debe tan sólo a su divergente concepción artística, sino también a la infravalorización de que, como producto de esa divergencia, es objeto su obra, la cual no ha sido apreciada justamente, y aun de manera no lo suficientemente enérgica, hasta hace unos pocos años.
Para Salvat el poema es, esencialmente, la comunicación de un sentimiento emotivo, personal, en gran parte intransferible. Como Bécquer, quizá intuya que la poesía no es en definitiva más que una de las múltiples formas del silencio, de la incomunicación. Su vitalidad, la difusa conciencia de un destino "diferente", le llevan a querer ignorar esta convicción: de ahí la alegría irracional, el optimismo gratuito y grandilocuente de muchos de sus versos. La influencia que en él ejercieron, en los años adolescentes, las ideas anarquistas, comunistas y hasta pre-fascistas (no hay que olvidar su temprana lectura de Nietzche), que le llevan a unos ataques a la sociedad de la época de una violencia más emotiva que científica, se suaviza, con el paso de los años, hasta diluirse en un inconformismo referido exclusivamente a la literatura. Tomás Garcés, su más calificado biógrafo hasta el momento, , apunta un giro de Salvat hacia el cristianismo, giro que trunca la muerte. Aparte los imprecisos contactos que puede haber entre la moral cristiana y la Acracia, nada hay en la poesía de Salvat que permita hacer esta observación. En los poemas de su último libro, Ossa Menor, publicado en 1925, un año después de su muerte, las constantes siguen siendo las mismas de sus libros anteriores; si acaso, cabe señalar un progresivo dominio del instrumento verbal, que nunca llega a ser, sin embargo, totalizador.
La importancia de Salvat-Papasseit en la poesía catalana no viene dada, pues, por su estética, sino porque quizá es el primer poeta contemporáneo que, con aliento de tal, intenta realizar una obra popular, dirigida a la "inmensa mayoría", como diría hoy Blas de Otero. Esta vocación comunitaria está servida por un casi poderoso poder para transmitir la vida que late en los acontecimientos cotidianos y en los sentimientos que llamamos, impropiamente, primarios. Su impericia le hace caer, a veces, en puerilidades, mas siempre con destellos de una gran fuerza. La línea emprendida por Salvat-Papasseit apenas ha tenido continuadores en la poesía catalana posterior, salvo algunos intentos aislados y esporádicos.
[...]
Nota del editor. Recogido en Joan Salvat-Papasseit Antología EL BARDO serie especial nº 6 1ª edición marzo 1972 Ediciones Saturno Barcelona