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El Carretero y el Carpintero
En los Estados Unidos hubiese tomado al Carretero, con su rostro noble, perilla y labio superior afeitado, por cualquier cosa desde capataz a granjero acomodado. En cuanto al Carpintero... bueno, le hubiese tomado por carpintero. Flaco y fibroso, tenía todo el aspecto de ser lo que era, con ojos perspicaces y escudriñadores y manos que se habían retorcido sosteniendo herramientas durante cuarenta y siete años. El gran problema de estos hombres es que eran viejos, y sus hijos, en vez de crecer para cuidarles, habían muerto. Los años les habían vencido y se vieron desplazados del negocio por competidores nuevos y más jóvenes que ocuparon sus puestos.
Estos dos hombres, rechazados del alojamiento ocasional en el albergue público de Whitechapel, se dirigían conmigo al de Poplar. No habían muchas posiblidades, pensaban, pero la casualidad era lo único que nos quedaba. O entrábamos en Poplar o nos quedábamos toda la noche en la calle. Ambos ansiaban una cama, pues según dijeron estaban en "las últimas". El Carretero, con cincuenta y ocho años de edad, había pasado tres noches a la intemperie y sin dormir, mientras que el Carpintero, de sesenta y cinco, llevaba cinco al raso.
Pero, ¡oh, queridas gentes de vida muelle!, hartos de buenos manjares, con camas blandas y ventiladas habitaciones a vuestra disposición, ¿cómo os podría hacer comprender lo que sufriríais si tuvieseis que pasar una fatigosa noche en las calles de Londres? Creedme, imaginaríais que han pasado mil siglos antes de que la aurora iluminase el oriente; temblaríais hasta gritar por el dolor de cada músculo; y os maravillaríais de poder soportar tanto y seguir vivos. Si os sentaseis en un banco y se os cerraran los ojos, un policía os despertaría con la seca orden de "Circule". Podríais descansar en un banco, aunque estos son escasos y están muy separados entre sí; pero si descanso significa dormir, entonces hay que "circular", arrastrando el cansado cuerpo a lo largo de calles interminables. Y si con astucia desesperada buscaseis algún oculto callejón u oscuro pasaje y os acostaseis en el suelo, el policía omnipresente también os echaría. Es su deber. la ley de los poderosos dice que los pobres serán azuzados.
Pero cuando llegase el alba y terminase la pesadilla, regresaríais a vuestros hogares para reponeros, y hasta el final de vuestros días contaríais la historia de esa aventura a vuestros admirados amigos. Sería una estupenda historia. La breve noche de ocho horas se convertiría en una Odisea y vosotros, en Homeros.
No sucede así con aquellas gentes sin hogar que caminaban conmigo hacia el albergue público Poplar. Y esa noche había treinta y cinco mil como ellos, hombres y mujeres, en la ciudad de Londres. Por favor, no lo recordeis cuando os vayáis a la cama; si vuestra vida es tan muelle como se supone, acaso no descansaríais tan bien como de costumbre. Pero para ancianos de sesenta, setenta y ochenta años, desnutridos, sin buenos manjares que llevarse a la boca, tener que recibir el alba sin haber descansado, y tambalearse durante el día buscando desperdicios afanosamente, con la noche implacable cayendo de nuevo sobre ellos, y tener que hacer lo mismo durante cinco noches y cinco días... Oh, queridas gentes de vida muelle, hartos de manjares, ¿cómo podríais llegar a comprenderlo?
Anduve por Mile End Road entre el Carretero y el Carpintero. Mile End Road es una calle ancha que cruza el corazón del este de Londres, y en ella había decenas de miles de personas extrañas. Explico esto para que puedan comprender lo que describiré en el párrafo siguiente. Como decía, íbamos andando, y cuando aumentó su amargura y empezaron a maldecir el país, yo maldije con ellos, y lo hice como lo haría un granuja americano, embarrancado en una tierra extraña y terrible. Y, como intentaba hacerles creer, me tomaron por un "hombre de mar", que había gastado su dinero llevando una vida disoluta, perdido sus ropas (nada inhabitual en los marineros) y estaba temporalmente arruinado mientras buscaba barco. Esto justificaba mi ignorancia de las costumbres inglesas en general y del alojamiento ocasional en particular y mi curiosidad sobre la cuestión.
Al Carretero le costaba seguir el ritmo de nuestros pasos (me dijo que no había comido nada en todo el día), pero el Carpinteto, flaco y hambriento, con el gris y gastado abrigo flotando al viento, se movía con pasos largos y persistentes que me recordaban al lobo de las praderas o al coyote. Ambos mantenían los ojos fijos en la acera y, de vez en cuando, el uno o el otro se inclinaba y recogía algo sin interrumpir su andadura. Creí que lo que recogían eran colillas de cigarros o cigarrillos y al principio no le presté atención. Pero luego me di cuenta de lo que se trataba.
Recogían, de la cera fangosa y manchada de saliva, fragmentos de piel de naranja y de manzana, rabos de uva, y se los comían. Rompían con los dientes huesos de ciruela para aprovechar la médula. Recogían mendrugos de pan del tamaño de guisantes, corazones de manzana tan negros y sucios que no se les tomaría por tales, y esas cosas se las llevaban a la boca, las masticaban y las engullían. Y esto sucedía entre las seis y las siete de la tarde, el 20 de agosto del año de gracia de 1902, en el corazón del más grande, más rico y más poderoso imperio que el mundo jamás ha visto.
Los dos hombres hablaban. No eran estúpidos, sólo viejos. Y, naturalmente, con las entrañas llenas de detritus del asfalto, hablaban de revolución. Hablaban como lo harían los anrquistas, los fanáticos y los locos. ¿Y quién les podía culpar? A pesar de mis tres buenas comidas al día, y de la buena cama que podía ocupar si quisiera, y de mi filosofía social, y de mi creencia evolutiva en el lento desarrollo y metamorfosis de las cosas... a pesar de todo ello, insisto, me sentía impulsado a decir sandeces como ellos o a sujetar mi lengua. ¡Pobres locos! No son los de su especie los que hacen las revoluciones. Cuando estén muertos y convertidos en polvo, cosa que no tardará en ocurrir, otros dementes hablarán de revolución mientras recogen detritus de la acera manchada de saliva en Mile End Road, camino del albergue público Poplar.
Siendo joven y extranjero. el Carretero y el Carpintero me explicaron la situación y me dieron consejos. Su consejo fue breve y conciso: abandonar el país.
-Todo lo deprisa que Dios permita -les aseguré-. Y lo haré a tal velocidad, que no verán ni el polvo de mi carrera.
Más que comprenderlas, sintieron la fuerza de mis palabras y asintieron con aprobación.
- Esto te convierte en un criminal contra tu voluntad -dijo el Carpintero-. Aquí me tienen, ya viejo, los jóvenes han ocupado mi lugar, mis ropas cada vez más andrajosas, y cada día me resulta más difícil encontrar trabajo. Voy al alojamiento ocasional buscando un jergón. Tengo que estar allí a las dos o las tres de la tarde o si no no me lo dan. Ya han visto lo que pasó hoy. ¿Qué oportunidad tengo de encontrar un trabajo? Supongamos que me admiten en el alojamiento ocasional. Me tienen encerrado todo el día siguiente y no me sueltan hasta la mañana del otro. ¿Y entonces qué? La ley dice que no puedo ir a otro alojamiento ocasional que esté a menos de diez millas. Tengo que apresurarme para llegar a tiempo. ¿Qué oportunidades me deja patra encontrar un trabajo? Supongamos que no vaya. Supongamos que busco un trabajo. Sin que me dé cuenta, se me ha venido la noche encima y me quedo sin cama. Toda la noche sin dormir, nada que comer, ¿y en qué condiciones estoy al día siguiente para buscar trabajo? Tengo que arreglármelas para dormir en el parque (la visión de Christ's Church, en Spitafield, persistía en mí) y conseguir algo que comer. ¡Y aquí me tienen! Viejo, caído y sin oportunidad de levantarme.
-Aquí había una barrera de peaje -dijo el Carpintero-. Muchas veces pagué aquí m peaje en mis tiempos de carretero.
-En dos días sólo he tomado tres bollos de a penique -anunció el Carpintero después de una pausa-. Ayer me comí dos, y hoy me he comido el tercero -aclaró después de otra larga pausa.
-Para hoy no tengo nada -dijo el Carretero-. Estoy hecho polvo. Y las piernas me duelen mucho.
-El bollo que te dan en el "clavo" es tan duro que no te lo puedes tragar sino es con una pinta de agua -me informó el Carpintero.
Al preguntarle qué era el "clavo", contestó:
-El alojamiento ocasional. Es palabra de jerga, sabe usted.
Lo que me sorprendió fue que la palabra "jerga" figurase en su vocabulario, vocabulario que antes de separarnos pude comprobar que no era nada pobre.
Les pregunté qué tratamiento podía esperar en el caso de ser admitido en el alojamiento público Poplar, y entre los dos me ofrecieron abundante información. Después de tomar un baño frío, se me daría una cena consistente en seis onzas de pan y "tres partes de gachas". "Tres partes" quiere decir tres cuartos de pinta, y "gachas" es una cocción fluída de tres cuartas partes de avena diluida en tres cubos y medio de agua caliente.
-¿Leche y azúcar, supongo, y una cuchara de plata? -pregunté.
-No hay miedo. Sal es lo que le darán, y he visto lugares donde no te dan ni cuchara. Se levanta y se engulle, así es como se hace.
-Te dan buenas gachas de Hackney -comentó el Carretero.
-Ah, esas son unas buenas gachas -alabó el Carpintero, y cambiaron una mirada elocuente.
-Harina y agua en St. George -dijo el Carretero.
El Carpintero asintió. Las había probado todas.
-¿Y luego qué? -insití.
Y me informaron que se me enviaría directamente a la cama.
-Le despertarán a las cinco y media de la mañana y le obligarán a darse un lavoteo, si hay jabón. Y luego el desayuno, igual que la cena, tres cuartas partes de gachas y una hogaza de tres onzas.
-No siempre es de tres onzas- corrigió el Carretero.
-Cierto, y aveces tan rancia que casi no se puede comer. Al principio no me podía comer ni las gachas ni el pan, pero ahora me puedo comer los míos y los del vecino.
-Yo me podría comer las raciones de otros tres hombres -dijo el Carretero-. No he probado nada en todo el santo día.
-Y después qué?
-Tienes que hacer tu trabajo: seleccionar cuatro libras de estopa, o limpiar y fregar, o partir un montón de piedras. Yo no tengo que partir piedras; paso de los sesenta. Pero a usted sí se lo harán hacer. Es joven y fuerte.
-Lo que no me gusta -protestó el Carretero- es que me encierren en una celda para seleccionar estopa. Es como estar en la cárcel.
-Supongamos que después de pasar la noche me niego a seleccionar estopa, o a partir piedras, o hacer ningún tipo de trabajo -apunté.
-No hay cuidado de que se niegue por segunda vez; le correrán a usted -contestó el Carpintero-. No le aconsejo que lo intente, muchacho.
-Luego dan la comida -continuó-. Ocho onzas de pan, once y media de queso, y agua fresca. Cuando se termina el trabajo, dan la cena, como antes, tres partes de gachas y seis onzas de pan. A la cama a las seis, y a la mañana siguiente a la calle, siempre y cuando se haya terminado la faena.
Hacía rato que habíamos dejado Mile End Road, y después de cruzar un laberinto de calles estechas y ventosas, llegamos al alojamiento público Poplar. En un muro bajo extendimos nuestros pañuelos y cada uno puso en el suyo sus pertenencias, excepto el tabaco, que escondimos en los calcetines. Hecho esto, y mientras las últimas luces del día se desvanecían en el cielo parduzco y el viento soplaba frío, nos situamos, con nuestros ridículos fardillos en la mano, ante la puerta del alojamiento público.
Cerca pasaron tres muchachas trabajadoras, y una de ellas me miró con pena; al rebasarnos, la seguí con los ojos y ella volvió la cabeza para otra vez mirarme con pena. No se fijó en los ancianos. ¡Dios santo, tuvo pena de mí, joven y vigoroso, pero no la tuvo de los dos ancianos que estaban conmigo! Era una mujer joven, yo era un hombre joven, y cualquiera que fuesen las incitaciones sexuales que la impulsaron a sentir piedad de mi situaban sus sentimientos en el más bajo nivel. Piedad por los ancianos es un sentimiento altruista, y además, la puerta de un alojamiento público es el lugar acostumbrado para los ancianos. Así es que no sintió pena de ellos, sino de mí, que no la merecía en absoluto. No se honra a los cabellos grises que son enterrados en Londres.
En un lado de la puerta estaba el tiraor de una campanilla, en el otro, el botón de un timbre.
-Tire de la campanilla -me dijo el Carretero.
Accioné el tirador como lo hubiera hecho con el de cualquier otra puerta, y sonó un campanilleo.
-¡Oh! ¡Oh! -gritaron aterrados al unísono-. No tan fuerte.
Solté el tirador y me miraron con reproche, como si acabara de poner en peligro su oportunidad de obtener una cama y tres partes de gachas. No acudió nadie. Por fortuna, era la campana equivocada; me sentí mejor.
-Apriete el botón -le dije al Carpintero.
-No, no, esperemos - se apresuró a contestar.
De todo lo cual llegué a la conclusión de que el portero de una casa de caridad, que normalmente obtiene un salario anual de siete a nueve libras, es un personaje muy fatuo e importante y no puede ser tratado desconsideradamente por los pobres.
De manera que esperamos, y cuando la espera empezaba a parecerme excesiva, el Carretero adelantó un dedo tímido y cauteloso y apretó apenas el botón del timbre. He contemplado a hombres esperando saber si iban a vivir o no; pero sus rostros mostraban menos ansiedad que los de mis dos compañeros mientras aguardaban la llegada del portero.
Este se presentó y apenas si nos dirigió una mirada.
-Estamos llenos -dijo, y cerró la puerta.
-Otra noche de infierno -murmuró el Carpintero.
En la escasa luz. el Carpintero tenía el rostro pálido y gris.
La caridad indiscriminada es mala, dicen los filántropos profesionales. Bien, decidí ser malo.
-Vamos, coja su cuchillo y sígame -le dije al Carretero, arrastrándole a un callejón oscuro.
Me miró asustado e intentó escabullirse. Posiblemente me tomó por un tardío Jack el Destripador, con una inclinación hacia los indigentes ancianos. O creyó que le estaba induciendo a cometer algún crimen desesperado. Sea lo que fuere, estaba asustado.
Recordarán que, al inicio de mi aventura, cosí una libra en el sobaco de mi camisa. Era mi fondo de emergencia y ahora iba a utilizarlo por primera vez.
No fue hasta que hube realizado un número de contorsionista para enseñarle la moneda cosida bajo la camiseta, que conseguí la ayuda del Carretero. Incluso entonces su mano temblaba de tal manera, que tuve miedo de que me cortara a mí en vez de las costuras, y me vi obligado a tomar el cuchillo de su mano y hacerlo por mí mismo. Salió a la luz la moneda de oro, una fortuna para sus ojos hambrientos; y salimos corriendo hacia el café más próximo.
Naturalmente, tuve que explicarles que yo era tan sólo un investigador, un estudioso social, que intentaba averiguar cómo vivía la otra mitad de la población. E inmediatamente se cerraron como almejas. Yo no era uno de ellos; mi manera de hablar había cambiado, el tono de mi voz era distinto, en resumen, era un superior, y ellos tenían una gran conciencia de clase.
-¿Qué tomarán? -les pregunté cuando se acercó el camarero.
-Dos rebanadas y una taza de té -dijo el Carretero humildemente.
-Dos rebanadas y una taza de té -también dijo humildemente el Carpintero.
Parémonos un momento a considerar la situación. He aquí a dos hombres invitados por mí a entrar en el café. Habían visto mi moneda de oro y comprendían que yo no era un indigente. Uno de ellos tan sólo había comido durante el día un bollo de medio penique, el otro no había comido nada. ¡Y no se les ocurría pedir nada más que "dos rebanadas y una taza de té"! Cada uno de ellos había hecho un pedido de dos peniques. A propósito, "dos rebanadas" quiere decir dos rebanadas de pan con mantequilla.
Era la misma humildad degradante que había caracterizado su actitud hacia el portero de la casa de caridad. Pero yo no estaba dispuesto a admitirla. Paso a paso fui aumentando sus pedidos -huevos, lonchas de bacon, más huevos, más bacon, más té, más rebanadas, etc.- mientras ellos aseguraban ansiosamente que no querían nada más, pero devorándolo todo en cuanto se les ponía delante.
-La primera taza de té que he tomado en dos semanas -dijo el Carretero.
-Es un té estupendo -comentó el Carpintero.
Cada uno se bebió dos pintas, y les aseguro que era malísimo. Se parecía al té menos que la cerveza barata al champaña. No, era "agua sucia" y no se parecía en nada al té.
Fue curioso, después de la primera sorpresa, observar el efecto que les causó la comida. Al principio se sintieron melancólicos y hablaron de las varias ocasiones en que habían contemplado el suicidio. El Carretero, no hacía aún una semana, se había encaramado en el pretil del puente y, observando el agua, consideró la cuestión. El agua, insistió el Carpintero con calor, era un mal camino. Estaba seguro de que él lucharía para no ahogarse. Era más "práctica" una bala, ¿pero como demonios conseguir un revólver? Ese era el problema.
Se fueron animando a medida que se llenaban el cuerpo de té caliente y empezaron a hablar de sí mismos. El Carretero había perdido a su mujer y a sus hijos, con excepción de uno, que al hacerse hombre le ayudó en el negocio. Entonces vino la fatalidad. El hijo, un hombre de treinta y un años, murió de viruelas. Inmediatamente, el padre cayó con fiebre y permaneció tres meses en el hospital. Esto acabó con él. Cuando salió estaba flojo, débil, sin un hijo joven y fuerte que le ayudase, su pequeño negocio hundido, y ni un penique en el bolsillo. Todo había acabado para él. Era demasiado viejo para volver a empezar. Sus amigos eran pobres y no podían ayudarle. Intentó encontrar trabajo cuando montaban las tribunas para el primer desfile de la Coronación.
Y la respuesta le puso enfermo: ¿No! ¡no! ¡no! Lo oía por las noches cuando intentaba dormir, siempre los mismo: ¡no! ¡no! ¡no!
La semana pasada había contestado a un anuncio, y cuando dijo su edad se le informó:
-Oh, muy viejo, demasiado viejo.
El Carpintero había nacido en el ejercito, donde su padre sirviera durante veintidos años. Sus dos hermanos también se hicieron soldados, uno de ellos, sargento mayor en en Séptimo de Húsares, murió en la India después del Motín; el otro, tras servir nueve años en Oriente a las órdenes de Roberts, había desaparecido en Egipto. El Carpintero no se alistó en el ejercito, gracias a lo cual todavía estaba en este planeta.
-Pero deme la mano -dijo abriéndose la harapienta camisa-. Estoy a punto para la disección. Me consumo, señor, me consumo por falta de alimentos. Pálpeme las costillas y ya verá.
Puse la mano debajo de la camisa y le toqué. La piel estaba tensa como parche sobre los huesos, y me dio la sensación de estar pasando la mano por una plancha de lavadero.
-Durante siete años estuve en la gloria -dijo-. La mejor parienta que se puede tener y tres chavales preciosos. Pero murieron. La escarlatina se los llevó en dos semanas.
-Después de esto, señor -dijo el Carretero indicando el festín y deseando llevar la conversación a un terreno más alegre-, después de esto, sería incapaz de tomarme el desayuno de un alojamiento público.
-Ni yo -estuvo de acuerdo el Carpintero.
Y se pusieron a hablar de las delicias de la comida y de los excelentes platos que sus respectivas esposas les preparaban en el pasado.
-Llevo tres dias en ayunas -dijo el Carretero.
-Y yo, cinco- repuso su compañero, entristeciéndose con el recuerdo-. Cinco días, sin nada en el estómago excepto un cacho de piel de naranja, que ni la natutraleza más ultrajada podría soportar, señor, y casi me morí. A veces, andando de noche por las calles, me he sentido tan desesperado que he pensado jugarme el todo por el todo. Ya sabe lo que quiero decir, señor: cometer un gran robo. Pero cuando llegaba la mañana, me sentía tan derrotado por el hambre y el frío que no podía hacer daño ni a una mosca.
A medida que sus pobres organismos se calentaban con la comida, empezaron a relajarse y a mostrarse más expansivos, y hablaron de política. Sólo puedo decir que sus opiniones políticas eran tan buenas como las del hombre de clase media normal y bastante mejores que las de muchos hombres de clase media que conozco. Lo que me sorprendió fue su conocimiento del mundo, de su geografía y sus gentes, y de la reciente historia contemporánea. Como dije, no eran estúpidos. Eran simplemente viejos, y sus hijos no habían conseguido crecer para proporcionarles un lugar junto al fuego.
Hubo un último incidente, mientras me despedía de ellos en la esquina, felices con un par de chelines en los bolsilloss y la seguridad de encontrar una cama para pasar la noche. Al prender un un cigarrillo, iba a tirar la cerilla encendida, cuando el Carretero me la cogió de la mano. Le ofrecí la caja, pero me dijo:
-No se moleste, no la desperdicie, señor.
Y en tanto encendía el cigarrillo que yo le había dado, el Carpintero se apresuró en llenar su pipa con objeto de prenderla con la misma cerilla.
-No es bueno malgastar -comentó.
-Sí -asentí, pero estaba pensando en las costillas como plancha de lavadero por las que había pasado mi mano.
Jack LONDON / Gente del abismo / libros Rio Nuevo EDICIONES 29 Barcelona 1984 Traducción Jorge Juan LEÓN
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