EN AQUELLA MAÑANA
En aquella mañana
crecieron tanto las inútiles esperanzas
que los vacíos
se hicieron en los ríos, las montañas.
El último hombre
gritaba contra el cielo la voz de sus hermanos:
Abel desatendiendo los barrancos
y Caín crepitando en las urbes
como un ocaso lento hacia el silencio.
¿Quién comprendía ahora
la herencia de los cielos?
Cementerios de labios
de montañas, de cuerpos y ciudades
cubriendo el horizonte.
Cementerios de rostros,
de palabras, de ríos, de máquinas
saturando las costas del oeste.
Quietud al margen.
Y el diminuto ser,
sin pájaros ni viento,
sin palabras ni vuelo,
sin caminos,
anotando en su agenda la caída del cielo sobre el tiempo:
"Queridos telegramas: Tengo frío.
Y la muerte me asciende como un lento delirio.
Que amo mucho. Muchísimo,
no tanto como olvido".
El horizonte,
al borde de la mesa camilla,
donde aún se jugaba la partida de tute,
se deshizo de golpe.
Cuando la cansada
sensación del tiempo
borró los más íntimos gestos de la vida -los besos,
las palabras, los rótulos escritos en la piedra otra
vez
en el aire
voló la sociedad de los principios.
Ya nadie iba a llevar
más flores
a la tumba de López el suicida.
J. A. LABORDETA - De Método de lectura