lunes, 6 de abril de 2020

Cernuda 1935



                           PALABRAS ANTES DE UNA LECTURA
                                                        (1935)

  Puedo decir que por primera vez en mi vida arriesgo un contacto directo con el público. La sensación para mí es extraña, ya que generalmente el poeta no puede suponer que le escucha un público. El poeta habla a solas, o con alguien que apenas existe en la realidad exterior. Verdad es que hoy el público se ha reducido tanto (hasta ha llegado a llamársele "minoría"), que bien puede el poeta en alguna ocasión dirigirse a él sin renunciar por ello a esa soledad esencial suya donde cree escuchar las divinas voces.
  Siempre he rechazado cualquier tentación de comentar mis versos o de explicar lo que con ellos he pretendido. ¿Por qué lo hago ahora? Quizá porque crea como la deficiencia mía pudo no expresar en ellos cuanto yo pretendía o porque crea que la deficiencia de otros puede  no ver en ellos cuanto yo he puesto; aunque respecto al caso primero, como sé que bien pocos poetas llegaron a expresar enteramente cuanto pretendían expresar, me consuelo, en lo posible, recordando que acaso sea bastante el expresar algunas experiencias fragmentarias que nos permitan suponer el pensamiento completo del poeta.

                                                                    *

  Y se me dirá, ¿cual es el propósito del poeta? Permítaseme que refiera ahora la poesía a mi experiencia personal, lo cual supone no poca precaución, aunque el poeta, si es que se me puede llamar así, tiene fatalmente que referirse a su propia persona las experiencias poéticas que con sus medios limitados percibe; y al fin y al cabo , acaso las experiencias del poeta, por singulares que parezcan, no lo sean tanto que no puedan encontrar eco, en sus líneas generales, a través de diferentes existencias.
  El instinto poético se despertó en mí gracias a la percepción más aguda de la realidad, experimentando, con un eco más hondo, la hermosura y la atracción del mundo circundante. Su efecto era, como en cierto modo ocurre con el deseo que provoca el amor, la exigencia, dolorosa a fuerza de intensidad, de salir de mí mismo, anegándome en aquel vasto cuerpo de la creación. Y lo que hacía aún más agónico aquel deseo era el reconocimiento tácito de su imposible satisfacción.
  A partir de entonces comencé a distinguir una corriente simultánea y opuesta dentro de mí hacia la realidad y contra la realidad, de atracción y de hostilidad hacia lo real. El deseo me llevaba hacia la realidad que se ofrecía ante mis ojos como si sólo con su posesión pudiera alcanzar certeza de mi propia vida. Mas como esa posesión jamás la he alcanzado sino de modo precario, de ahí la corriente contraria, de hostilidad ante el irónico atractivo de la realidad. Puesto que, según parece, ésa o parecida ha sido también la experiencia de algunos filósofos y poetas que admiro, con ellos concluyo que la realidad exterior es un espejismo y lo único cierto mi propio deseo de poseerla. Así pues, la esencia del problema poético, a mi entender, la constituye el conflicto entre realidad y deseo, entre apariencia y verdad, permitiéndonos alcanzar alguna vislumbre de la imagen completa del mundo qie ignoramos, de la "idea divina del mundo que yace al fondo de la apariencia", según la frase de Fichte.
  Contando con esa experiencia preliminar en torno a lo que yo estimo como móvil de la actividad poética, al menos de la mía, podemos preguntarnos ahora: dicho conflicto entre apariencia y verdad, que el poeta pretende resolver en su obra, ¿qué fases y qué posibilidades ofrece a través de la vida del poeta?
  Acaso la poesía, al menos cierto aspecto de la poesía, requiera un estado de espíritu juvenil, y hasta no es raro que el poder de la juventud lo prolongue la poesía en el poeta más allá del tiempo asignado para aquélla. La juventud supone capacidad para enamorar y para enamorarse, y aunque el poeta pierda con el tiempo, como cualquier otro mortal, la capacidad de enamorar es difícil que pierda también la de enamorarse. Esa raíz estética es la que permite, aun en las peores horas, cuando todo parece confabularse contra él, que siempre le quede, cuando menos, la embriaguez dramática de la derrota. Tal aceptación indistinta del bien y el mal, del fracaso y la derrota, ha de parecer a algunos cosa peligrosa. Se me dirá que supone una actitud fatalista, y que el fatalismo es actitud bien cómoda.
  Pero ese fatalismo tiene causas hondas. ¿Qué puede el poeta por sí? Nunca como ahora la sociedad ha reducido la vida a tan estrechos límites. Y ciertamente el poeta es casi siempre un revolucionario, yo por lo menos así lo creo; un revolucionario que como los otros hombres carece de libertad, pero que a diferencia de éstos no puede aceptar esa privación y choca innumerables veces contra los muros de su prisión. La mayoría de las gentes produce hoy la impresión de cuerpos amputados, de troncos podados cruelmente.
  Como a casi todo puede dársele doble interpretación, alguno recordará ahí que limitarse es necesario, y supone madurez. No soy  de los últimos en reconocer el valor de la limitación, o de la resignación, para dar a esa virtud su verdadero nombre cristiano. Mas esto no  es obstáculo para que al contemplar la vida me parezca asistir a una desagradable comedia policiaca, y si otras sociedades estimaron al artista o al filósofo, ésta de ahora adora al polizonte. Reconozco por tanto que para mí las posibilidades materiales inmediatas de la actividad poética parecen negativas.

                                                                    *

Mas no sólo lucha el poeta con su ambiente social, sino que asiste a otra lucha igualmente dramática, quizá más dramática aún, pero las fuerzas con quienes en este caso lucha son invisibles. El poeta intenta fijar el espectáculo transitorio que percibe. Cada día, cada minuto le asalta el afán de detener el curso de la vida, tan pleno a veces que merecería ser eterno. De esa lucha, precisamente, surge la obra del poeta, y aunque el impulso de que brota nos parezca claro, en él hay mucho de misterioso. Lo más sencillo, lo más claro de este mundo tiene una raíz incógnita.
  La sociedad moderna, a diferencia de aquellas que le precedieron, ha decidido prescindir del elemento misterioso inseparable de la vida. No pudiendo sondearlo, prefiere aparentar que no cree en su existencia. Pero el poeta no puede proceder así, y debe contar en la vida con esa zona de sombra y de niebla que flota en torno de los cuerpos humanos. Ella constituye el refugio de un poder  indefinido y vasto que maneja nuestros destinos. Alguna vez he percibido en la vida la influencia de un poder demoniaco, o mejor dicho, daimónico, que actúa sobre los hombres.
  ¿En qué consiste ese poder? Confieso mi recelo  a las definiciones, porque el tiempo se encarga de que nuestro pensamiento sobrepase las definiciones que hicimos. Además, ese poder  daimónico a que aludo está estrechamente unido a mis creencias poéticas, y ni lo daimónico ni lo poético pueden definirse. Pero voy a precisar algo más en este punto, por lo que a mis creencias poéticas atañe.
  Leyendo un estudio de cierto arabista acerca de la vida y doctrina de un teólogo musulmán, hallé esta respuesta del teólogo en cuestión a uno de sus discípulos; mientras caminaban por la calle, uno de aquéllos le preguntó al oir un son de flauta: "Maestro, ¿qué es eso?". Y el maestro le respondió: -"Es la voz de Satán que llora sobre el mundo". Según aquel teólogo, Satán ha sido condenado a enamorarse de las cosas que pasan, y por eso llora; llora, como el poeta, la pérdida y la destrucción de la hermosura.
  Aquí la definición es inevitable y se nos presenta casi fatalmente: la poesía fija a la belleza efímera. Gracias a ella lo sobrenatural y lo humano se unen en bodas espirituales, engendrando celestes criaturas, como en los mitos griegos del amor de un dios hacia un mortal nacieron seres semi-divinos. El poeta, pues, intenta fijar la belleza transitoria del mundo que percibe, refiriéndola al mundo invisible que presiente, y al desfallecer y quedar vencido en esa lucha desigual, su voz, como la de Satán en la respuesta del teólogo musulmán a que aludía, llora enamorada la pérdida de lo que ama.
  Pero ese llanto no excluye que de la contemplación de la hermosura, aunque efímera, nazca en el poeta una alegría terrible, porque los sentimientos rara vez dejan de presentarse mezclados con sus contrarios en nuestra vida: sólo en la unión de los extremos podemos intuir una armonía superior a los poderes de la comprensión humana. ¿Qué sabemos nosotros lo que nuestra vida sea en el pensamiento de los dioses? Todo nos es preciso y necesario, porque en todo vibra  un eco de la poesía, y ella no es sino expresión de esa oscura fuerza daimónica que rige el mundo.
  A ese poder daimónico alude Goethe en sus conversaciones con Eckermann y acaso sea el mismo que consumía la vida de Hölderlin, tal el fuego en la zarza ardiente que vio Moisés. Confundido con el don lírico que habitó en ciertos poetas, parece como si las fuerzas físicas de estos no pudieran resistirle, viéndose arrastrados a la destrucción, para alcanzar al fin, tras la muerte, una enigmática libertad.
  No se me pregunte más sobre ese poder, porque nada sabría decir. Lo presiento, pero no lo comprendo. Además, ¿cómo expresar con palabras cosas que son inexpresables? Las palabras están vivas, y por lo tanto traicionan; lo que expresan hoy como verdadero y puro, mañana es falso y  está muerto. Hay que usarlas contando con su limitación, y procurar que no falseen demasiado, al traducirlas, esa verdad intuída que a través de ellas intentamos expresar. Al menos, una parte de aquélla acaso puedan recibirla, y quedar impregnadas del significado que sólo al poeta le es dado insinuar: el misterio de la creación, la hermosura oculta del mundo.

                                                                          *

  No era mi intento, como dije, dar una definición de lo que estimo sea la poesía, lo cual resulta tarea vana y pretenciosa, sino referir ante un auditorio reducido y de buena voluntad, varios momentos de mi experiencia personal respecto de aquélla. Dicha tarea me pareció preliminar conveniente para la lectura de algunos versos míos, facilitándoles en lo posible esa simpatía honda y recatada de unos cuantos que yo les deseo. Pero si se me preguntara cuál respuesta puede esperar un poeta en este mundo, yo respondería que ninguna o, si alguna, tan poco firme que de nada le sirve.
  Y aquí digo: basta. Acaso estas palabras no hayan sido sino un tanteo en las tinieblas.

Luis CERNUDA / POESÍA y LITERATURA // SEIX BARRAL BIBLIOTECA BREVE - Barcelona - México 1960 Pags. 195-201


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