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Los Ángeles estaba sólo a unos treinta kilometros de distancia, pero Nick se arregló y acicaló como para un viaje a París y se fue inmediatamente después del almuerzo. En cuanto desapareció su auto en una vuelta del camino, cerré la puerta con llave. Tomé un plato que estaba sobre una de las mesas y lo llevé a la cocina. Ella estaba allí.
- Aquí le traígo este plato que había quedado olvidado en el comedor.
- ¡Oh!, gracias.
Me senté. Ella estaba batiendo algo en un plato con un tenedor.
-Pensaba ir a Los Ángeles con mi marido, pero empecé a cocinar esto y me pareció mejor quedarme.
- Yo también tengo mucho que hacer.
- ¿Ya se siente mejor?
- Sí, estoy perfectamente bien.
- A veces, cualquier cosa puede hacerle daño a uno. Un cambio de agua, algo así, ¿verdad?
- Probablemente fue que comí demasiado en el almuerzo.
- ¿Qué ha sido eso?
Alguien repiqueteaba con los nudillos en la puerta de la calle.
- Parece como que alguno quiera entrar.
- ¿Está cerrada con llave la puerta, Frank?
- Sí, debo haberla cerrado.
Me miró y palideció. Fue a la puerta de vaivén y miró. Después atravesó el comedor, pero al cabo de algunos segundos ya estaba de vuelta.
- Parece que se fueron.
- No sé por qué se me ocurrió cerrar con llave.
- Y a mí se me olvidó ahora abrirla...
Dio un paso hacia el comedor, pero la detuve.
- Dejémosla cerrada... como está.
- Pero así no podrá entrar nadie... Tengo que cocinar esas cosas... Lavar este plato...
La tomé en mis brazos y apreté mis labios contra los suyos...
- ¡Muérdeme! ¡Muérdeme!
La mordí. Hundí tan profundamente mis dientes en sus labios, que sentí su sangre en mi boca. Cuando la llevé arriba, dos hilillos rojos corrían por su cuello.
James M. CAIN El cartero llama dos veces
Porque me llaman dos pozos/ en tu cuello
Javier EGEA
Javier EGEA
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