-Quiero un lugar donde nunca lleguen las aguas -dijo.
-Pues aquí es -dijo el vendedor, indicando el sitio en el mapa con un puntero extensible que llevaba en el bolsillo como una estilográfica de acero-No hay mar que suba tanto.
Ella se orientó en el tablero de colores hasta encontrar la entrada principal, donde estaban las tres tumbas contiguas, idénticas y sin nombres donde yacían Buenaventura Durruti y otros dos dirigentes anarquistas muertos en la Guerra Civil. Todas las noches alguien escribía los nombres sobre las lápidas en blanco. Los escribían con lápiz, con pintura, con carbón, con creyón de cejas o esmalte de uñas, con todas sus letras y en el orden correcto, y todas las mañanas los celadores los borraban para que nadie supiera quién era quién bajo los mármoles mudos. María dos Prazeres había asistido al entierro de Durruti, el más triste y tumultuoso de cuantos hubo jamás en Barcelona, y quería reposar cerca de su tumba. Pero no había ninguna disponible en el vasto panteón sobrepoblado. De modo que se resignó a lo posible. «Con la condición -dijo-de que no me vayan a meter en una de esas gavetas de cinco años donde una queda como en el correo». Luego, recordando de pronto el requisito esencial, concluyó:
-Y sobre todo, que me entierren acostada.
[...]
Gabriel GARCÍA MÁRQUEZ María dos Pracerez
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