sábado, 29 de septiembre de 2012

CAPITAL DE LA GLORIA (Madrid-Otoño)


"Ciudad, quiero ayudarte a dar a luz tu día"

Rafael ALBERTI / CAPITAL DE LA GLORIA / HORA DE ESPAÑA. Valencia, Febrero, 1937

viernes, 28 de septiembre de 2012

OFERTORIO



Tú, ya, ¡oh ministro!, afirma tu cuidado,
en no injuriar al mísero y al fuerte;
cuando le quites oro y plata, advierte,
que le dejas el hierro acicalado.

Dejas espada y lanza, al desdichado;
y poder y razón, para vencerte:
no sabe pueblo ayuno temer muerte,
armas quedan al pueblo despojado.

Quien ve su perdición cierta, aborrece
más que su perdición, la causa della,
y esta, no aquella, es más quien le enfurece.

Ama su desnudez y su querella
con desesperación, cuando le ofrece
venganza del rigor, quien lo atropella.

Francisco de QUEVEDO

jueves, 27 de septiembre de 2012

JAVIER



[...]
Y todo esto duele como la incertidumbre.

Pero en la soledad sin amor del merodeo
algo aprendimos, algo sabemos ya
que el idealismo ignora -pero teme-
y que los grandes vanos
de un edificio en construcción enseñan, sin pudor,
tan cerca del pretil:
que estas herramientas apaciguadas
hasta el amanecer, en su oscuro abandono,
serán las mismas que todo lo socaven
arrojando a las aguas crecidas
siglos sin luz, escombros, podredumbre.
Porque en la cansada claridad
de un regreso imposible,
lo dolorosamente comprendido
-bello y terrible ahora-
es que el río que abajo se atropella
poblado de cadáveres,
de cuerpos demasiado familiares,
de rostros nítidamente reconocidos,
no sólo lleva desperdicios, sudor, explotación,
sino que en los oscuros raíles del agua,
en su otra belleza revolucionaria
-como si un nuevo andén-,
mueve otra cierta sensación:
que ha de perderse un día para siempre
este tiempo burgués del exterminio
que, ahora,
enseña su esplendor envejecido
en las ojeras grises de un alba sin amor.
[...]
Javier EGEA / Paseo de los tristes

Pasado vs Presente


... pero

CORRE  COMPAÑERO
EL VIEJO MUNDO
ESTÁ DETRÁS TUYO.


miércoles, 26 de septiembre de 2012

Madrid 25 S


Reservado el derecho de admisión

domingo, 23 de septiembre de 2012

El Siglo de las Luces



ESCENA SEXTA

El calabozo. Sótano mal alumbrado por una candileja. En la sombra se mueve el bulto de un hombre. Blusa, tapabocas y alpargatas. Pasea hablando solo. Repentinamente se abre la puerta. MAX ESTRELLA, empujando y trompicando, rueda al fondo del calabozo. Se cierra de golpe la puerta.

MAX.- ¡Canallas! ¡Asalariados! ¡Cobardes!
VOZ DE FUERA.- ¡Aún vas a llevar mancuerna!
MAX.- ¡Esbirro!

Sale de la tiniebla el bulto del hombre morador del calabozo. Bajo la luz se le ve esposado, con la cara llena de sangre.

EL PRESO.- ¡Buenas noches!
MAX.- ¿No estoy solo?
EL PRESO.- Así parece.
MAX.- ¿Quién eres, compañero?
EL PRESO.- Un paria.
MAX.- ¿Catalán?
EL PRESO.- De todas partes.
MAX.- ¡Paria!...Solamente los obreros catalanes aguijan su rebeldía como ese denigrante epíteto. Paria, en bocas como la tuya, es una espuela. Pronto llegará vuestra hora.
EL PRESO.- Tiene usted luces que no todos tienen. Barcelona alimenta una hoguera de odio, soy obrero barcelonés, y a orgullo lo tengo.
MAX.- ¿Eres anarquista?
EL PRESO.- Soy lo que me han hecho las Leyes.
MAX.- Pertenecemos a la misma Iglesia.
EL PRESO.- Usted lleva chalina.
MAX.- ¡El dogal de la más horrible servidumbre! Me lo arrancaré para que hablemos.
EL PRESO.- Usted no es proletario.
MAX.- Yo soy el dolor de un mal sueño.
EL PRESO.- Parece usted hombre de luces. Su hablar es como de otros tiempos.
MAX.- Yo soy un poeta ciego.
EL PRESO.- ¡No es pequeña desgracia!... En España el trabajo y la inteligencia siempre se han visto menospreciados. Aquí todo lo manda el dinero.
MAX.- Hay que establecer la guillotina eléctrica en la Puerta del Sol.
EL PRESO.- No basta. El ideal revolucionario tiene que ser la destrución de la riqueza, como en Rusia. No es suficiente la degollación de todos los ricos. Siempre aparecerá un heredero, y aún cuando se suprima la herencia, no podrá evitarse que los despojados conspiren para recobrarla. Hay que hacer imposible el orden anterior, y eso sólo se consigue destruyendo la riqueza. Barcelona industrial tiene que hundirse para renacer de sus escombros con otro concepto de la propiedad y del trabajo. En Europa, el patrono de más negra entraña es el catalán, y no digo del mundo porque existen las Colonias Españolas de América. ¡Barcelona sólo se salva pereciendo!
MAX.- ¡Barcelona es cara a mi corazón!
EL PRESO.- ¡Yo también la recuerdo!
MAX.- Yo le debo los únicos goces en la lobreguez de mi ceguera. Todos los días, un patrono muerto; algunas veces, dos... Eso consuela.
EL PRESO.- No cuenta usted los obreros que caen...
MAX.- Los obreros se reproducen populosamente, de un modo comparable a las moscas. En cambio, los patronos, como los elefantes, como todas las bestias poderosas y prehistóricas, procrean lentamente. Saulo, hay que difundir por el mundo la religión nueva.
EL PRESO.- Mi nombre es Mateo.
MAX.- Yo te bautizo Saulo. Soy poeta y tengo derecho al alfabeto. Escucha para cuando seas libre, Saulo. Un abuena cacería puede encarecer la piel del patrono catalán por encima del marfil de Calcuta.
EL PRESO.- En eso laboramos.
MAX.- Y en último consuelo, aun cabe pensar que exterminando al proletario también se extermina al patrón.
EL PRESO.- Acabando con la ciudad, acabaremos con el judaísmo barcelonés.
MAX.- No me opongo. Barcelona semita sea destruida, como Cartago y Jerusalén. ¡Alea jacta est! Dame la mano.
EL PRESO.- Estoy esposado.
MAX.- ¿Eres joven? No puedo verte.
EL PRESO.- Soy joven. Treinta años.
MAX.- ¿De qué te acusan?
EL PRESO.- Es cuento largo. Soy tachado de rebelde...No quise dejar el telar por ir a la guerra y levanté un motín en la fábrica. Me denunció el patrón, cumpli condena, recorrí el mundo buscando trabajo, y ahora voy por tránsitos, reclamado de no sé qué jueces. Conozco la suerte que me espera: Cuatro tiros por intento de fuga. Bueno. Si no es más que eso...
MAX.- ¿Pues qué temes?
EL PRESO.- Que se diviertan dándome tormento.
MAX.- ¡Bárbaros!
EL PRESO.- Hay que conocerlos.
MAX.- Canallas. ¡Y ésos son los que protestan de la leyenda negra!
EL PRESO.- Por siete pesetas, al cruzar un lugar solitario, me sacarán la vida los que tienen a su cargo la defensa del pueblo. ¡Y a esto llaman justicia los ricos canallas!
MAX.- Los ricos y los pobres; la barbarie ibérica es unánime.
EL PRESO.- ¡Todos!
MAX.- ¡Todos! Mateo, ¿dónde está la bomba que destripe el terrón maldito de España?
EL PRESO.- Señor poeta que tanto adivina, ¿no ha visto usted una mano levantada?

Se abre la puerta del calabozo, y EL LLAVERO, con jactancia de rufo, ordena al preso maniatado que le acompañe.

EL LLAVERO.- Tú, catalán, ¡disponte!
EL PRESO.- Estoy dispuesto.
EL LLAVERO.- Pues andando. Gachó, vas a salir en viaje de recreo.

El esposado, con resignada entereza, se acerca al ciego y le toca el hombro con la barba. Se despide hablando  a media voz.

EL PRESO.- Llegó la mía...Creo que no volveremos a vernos...
MAX.- ¡Es  horrible!
EL PRESO.- Van a matarme...¿Qué dirá mañana esa prensa canalla?
MAX.- Lo que le manden.
EL PRESO.- ¿Está usted llorando?
MAX.- De impotencia y de rabia. Abracémonos, hermano.

Se abrazan. El CARCELERO y el esposado salen. Vuelve a cerrarse la puerta. MAX ESTRELLA tantea buscando la pared, y se sienta con las manos cruzadas, en una actitud religiosa, de meditación  asiática. Exprime un gran dolor taciturno el bulto del poeta ciego. Llega de fuera tumulto  de voces y galopar de caballos.

Ramón del VALLE-INCLÁN / Luces de bohemia (Esperpento) / Colección AUSTRAL Nº 1307 ESPASA-CALPE S.A.(Págs. 52-58) 2ª edición MADRID 1968





sábado, 22 de septiembre de 2012

Una conversación pendiente



EL MUNDO, MIÉRCOLES 19 DE SEPTIEMBRE DE 2012
 

C A R R I L L O 1 9 1 5 - 2 0 1 2

Por CARMEN GRIMAU

Yo no hablaré del político fallecido, pero sí de su forma ética de hacer
política. Porque Santiago Carrillo representó ante todo la forma
más despótica y despiadada de ejercer la política. Encarnó el prototipo
arrogante de los dirigentes con plenos poderes para disponer de
la vida y la muerte de los otros. Siempre en la cúpula. Alejado del peligro
de la clandestinidad. Hoy muere, el gran vencedor, el que enterró
a todos los camaradas. A los que traicionó, también. Todos sus
hombres han muerto. Él inició el comunismo y lo enterró un siglo
más tarde. Su perseverancia es lo más espectacular y lo más siniestro
del personaje. Acabó reinando sobre los cadáveres que fue acumulando
sin que de su boca saliera el menor sentimiento de culpabilidad.
Hizo ver la luz donde sólo había tinieblas. Puso cara a la pesadilla
que describiera Arthur Koestler.
Santiago Carrillo fue el experimento más logrado del NKVD. Desde
que Codovilla lo visitara en la Cárcel Modelo de Madrid, poco antes de
las elecciones de febrero del 36, el joven Carrillo era ya el elegido para
liderar el destino de los militantes comunistas.
«¿Quién rige los destinos de los hombres?», se preguntaba Vassili
Grossman. Buena pregunta. Desde luego, entre 1944 y 1976, los destinos
de los clandestinos comunistas estuvieron en manos de Santiago
Carrillo. Salvo la incursión puntual en el Valle de Arán en 1944 –que le
proporcionaría el poder absoluto sobre el aparato del Partido–, no volvió
a entrar clandestinamente a España hasta el 7 de febrero de 1976,
y lo hizo subido en un Mercedes y con peluca picassiana. El barbero
de Picasso hizo un trabajo histórico. Personalmente, no he conocido a
ningún clandestino que pasase la frontera con esa escenificación tan
teatrera. Los clandestinos que conocí siempre me parecieron seres
transparentes que, si podían, se fundían con el asfalto de las calles que
pisaban. Recuerdo a hombres sobrios, desprendidos e inquietos. Sin
un duro en el bolsillo para ellos o sus familias y que luchaban por algo
en lo que creían. Fueron los portadores de una filantropía abnegada y
severa. Pero eso ya lo escribí en la revista Leer de José Luis Gutiérrez.
La peluca, que tanta gracia hizo a sus señorías, formó parte de una
táctica, sumamente calculada, de éxito y de aplauso póstumo a la par.
En 1976, sabe que ha llegado el momento del envite crucial. Es sólo
cuestión de meses. Su despiadado egocentrismo lo mantiene alerta.
Quiere ser el único protagonista. Por ello, el 8 de diciembre, increpa al
prestigioso clandestino Simón Sánchez Montero con un ¿es que me
queréis sustituir? Recela también de la popularidad de Marcelino Camacho.
La tensión se palpa. Y el acto final tendría lugar el día 22 con
su detención. Fue la gran ceremonia pactada: ocho días en la enfermería
de Carabanchel. Pagó un precio muy módico. El 31 de diciembre tomaba
las uvas en libertad.
Ya sé que escribo a contrapelo. Algún día, tal vez, se conozcan todas
sus traiciones. Es sabida de sobra hoy su cobardía al no querer nombrarlas.
El apasionante libro de José Luis Losa –Caza de rojos– da buena
prueba de ello. Nadie puede sobrevivir a semejante responsabilidad
si no alberga en su cerebro lo más abyecto: la carencia absoluta de conciencia.
Santiago Carrillo vivió como un alto funcionario de carrera política.
Fue un burócrata tenaz e implacable que consiguió aguantar impertérrito
50 años de reunión permanente. Un dirigente cuyo centro
estratégico se situó siempre en un despacho acolchado con informes.
Fue un enragé de los informes. Un fanático del control. Un internacionalista
sin don de idiomas. Fernando Claudín, con gracejo vindicativo,
dejaría caer una evidencia: «Carrillo no se apeó del coche con chofer
desde el 45». De funcionario revolucionario a funcionario de las Cortes:
de coche del Partido a coche oficial de diputado.
La realidad dejó de existir fuera de las palabras codificadas. Y los informes
fueron para él más carne que la carne misma de los clandestinos.
Valían más. Valían todo. Vassili Grossman perfiló a un prócer del
partido soviético que bien podría haber sido Carrillo: «Fue de esos que
no tuvieron ni siquiera la oportunidad de comportarse vilmente durante
los interrogatorios, ya que no les interrogaron. Tuvieron suerte, no
les arrestaron». Carrillo se reinventó a sí mismo en la mentira. Su habilidad
camaleónica siempre me ofendió. Me estremeció su perseverancia
en ser la voz del augur, legitimada siempre con la sangre de los
otros. No citaré a ninguno para no olvidarme de nadie. Gregorio Morán
habló de dos elementos confluentes en el tacticismo del dirigente:
su amnesia oportunista y la exoneración de toda responsabilidad propia.
«Somos colectivamente responsables de las insuficiencias y debilidades
en nuestro trabajo». Todos fueron culpables. Menos él.
Pero yo, hoy, en el día de la muerte de Santiago Carrillo, sólo veo el
silueteado de los clandestinos que no pudieron regresar de la utopía
mortal de aquellos años de espejismo revolucionario. Y el rostro entumecido
y los ojos negros de mi padre, Julián Grimau, esperando que el
tercer tiro de gracia acabara con su vida. Porque hicieron falta tres tiros
de gracia para matarle. Diferencia.




SCARAMOUCHE





jueves, 20 de septiembre de 2012

TERRA I LLIBERTAT


La maleta de l'avi (anglès)

Land and Freedom / Ken LOACH 1995

Glosa


¡Oh, el imperativo histérico y el materialismo diarreico!


Marco Tulio CICERON

"O tempora, o mores!"

sábado, 15 de septiembre de 2012

Callar ( o no callar)

Silvia PLATH y  Ted HUGUES (el hombre de negro)

EL VALOR DE CALLAR

¡El valor de cerrar la boca, a pesar de la artillería!
Esa raya rosada y muda, ese gusano, asoleándose.
Junto a él, hay unos discos negros, los discos del ultraje,
Y el ultraje de un cielo, su cerebro rayado,
Los discos giran, exigen ser escuchados,
Cargados, como lo están, de relatos de bastardías.
Bastardías, usos y costumbres, deserciones y dobleces,
La aguja viajando por su surco,
Bestia plateada entre dos oscuros desfiladeros,
Un gran cirujano, ahora un tatuador.

Tatuando una  y otra vez las mismas quejas azules,
Serpientes, niños, tetas de sirenas
Y chics de ensueño con sus dos piernas.
El cirujano está callado, no habla.
Ha visto demasiada muerte, sus manos están plagadas de ella.

Así que los discos del cerebro giran, como bocas de cañón.
Y luego está esa antigua podadera, la lengua,
Infatigable, púrpura. Tal vez habría que cortarla,
Tiene nueve colas, es muy peligrosa, y, una vez que se suelta,
Menudo ruido azota desde el aire, y como despelleja

No, también la lengua ha sido perdonada,  y ahora
Cuelga de lo alto de la biblioteca, junto con los grabados de Rangoon
y las cabezas de zorros, de nutrias y de conejos muertos.
Es un objeto realmente maravilloso:
¡La de cosas que ha perforado en todo este tiempo!

¿Y qué decir de los ojos, los ojos, los ojos?
Los espejos pueden matar y hablar, son salas terribles
En las que se realiza una tortura que tan sólo puede observar.
El rostro que habita ese espejo es el de un hombre muerto,
No hay por qué preocuparse por ellos, los ojos

Pueden ser cándidos y tímidos, no son unos soplones,
Sus rayos letales, plegados como banderas
De un país del que ya nadie habla,
Un obstinada independencia
Insolvente entre las montañas.
Silvia PLATH ( 2 de octubre de 1962)

Barleby Editores 2009, etc. 

jueves, 13 de septiembre de 2012

Carrito

Esperando a los bárbaros

El carrito 


Un carrito recorre (los supermercados de) Europa. Es el fantasma mediático de la solidaridad, que intenta señalar a los culpables de la crisis e intenta, aunque sea simbólicamente, partir peras.

En la sociedad del espectáculo los gestos y los actos simbólicos no sólo pertenecen al poder y, desde luego, pueden tener una carga ideológica antidominante. En este caso, unos carritos llenos de artículos de primera necesidad (con los protagonistas de la lucha contra las hambrunas bien representados: arroz y patatas), que son “expropiados” a las grandes superficies, señalan un camino que puede extenderse con cierta facilidad. Es ésa una de las grandes preocupaciones del poder, porque saben que una chispa puede incendiar la pradera. Por eso el poder, y sus terminales mediáticos, se han removido con impaciencia y malestar, profundo malestar.

La solución está en la calle. Sigue el juego. El partido de la crisis no ha terminado, entre otras cosas porque los terminales mediáticos hegemónicos no alcanzan a suturar ciertas grietas. Existe una especie de ebullición constituyente que circula a lomos de un discurso claro de denuncia y alternativa, en un momento en que de forma descarada el poder intenta salvar bajo los focos –no sirven ya los disfraces- el santuario de su legitimidad acumulativa: la banca privada. Hay ebullición, hay discurso, aunque es cierto que se percibe cierta dispersión y como si alguien intentara señalar los límites de hasta dónde se puede llegar. Es el momento, quizás, de abolir tabiques y tender puentes en el seno de la izquierda. Y, como siempre, es el momento de no despistarse, de no perder las pistas de lo que realmente ocurre. Para ellos el carrito señala el límite de lo posible: ahí no se puede llegar. Y van a intentar castigar a los insurrectos de manera ejemplar, como piden los más radicales del orden y el control.


No es luz lo que se ve al final del túnel, sino, como ha dicho el Roto, son incendios. El Otoño va a ser más que caliente. La ley de extranjería, tras aplicarse a los nómadas, empieza a ensañarse con los jóvenes. Los estafados de las preferentes verán desaparecer gran parte de sus ahorros. Lloverán nuevos recortes sobre la inundación anterior. Habrá cambios profundos en las pensiones. Se intenta recuperar el espíritu del estado centralista, machacando autonomías y ayuntamientos. Las mujeres perderán gran parte del dominio de su propio cuerpo. Y lo último: el poder está obsesionado con marcar, muy a la baja, los límites de la democracia.

Por eso, aunque todo el mundo conoce mis diferencias con Gordillo (por ejemplo, pienso que ha puesto poco aceite de oliva en los carritos), es preciso abrir la mente a una nueva situación, de impulso constituyente. Un carrito recorre los supermercados de Europa, los “tiesos” lo llaman camarada.

 Publicado en el Nº 252 de la edición impresa de Mundo Obrero Septiembre 2012

Sobre Anarquismo (3)



miércoles, 12 de septiembre de 2012

Reflexión


Estoy harto de locos.

martes, 11 de septiembre de 2012

GENTE EN EL ABISMO



8

El Carretero y el Carpintero

En los Estados Unidos hubiese tomado al Carretero, con su rostro noble, perilla y labio superior afeitado, por cualquier cosa desde capataz a granjero acomodado. En cuanto al Carpintero... bueno, le hubiese tomado por carpintero. Flaco y fibroso, tenía todo el aspecto de ser lo que era, con ojos perspicaces y escudriñadores y manos que se habían retorcido sosteniendo herramientas durante cuarenta y siete años. El gran problema de estos hombres es que eran viejos, y sus hijos, en vez de crecer para cuidarles, habían muerto. Los años les habían vencido y se vieron desplazados del negocio por competidores nuevos y más jóvenes que ocuparon sus puestos.

Estos dos hombres, rechazados del alojamiento ocasional en el albergue público de Whitechapel, se dirigían conmigo al de Poplar. No habían muchas posiblidades, pensaban, pero la casualidad era lo único que nos quedaba. O entrábamos en Poplar o nos quedábamos toda la noche en la calle. Ambos ansiaban una cama, pues según dijeron estaban en "las últimas". El Carretero, con cincuenta y ocho años de edad, había pasado tres noches a la intemperie y sin dormir, mientras que el Carpintero, de sesenta y cinco, llevaba cinco al raso.

Pero, ¡oh, queridas gentes de vida muelle!, hartos de buenos manjares, con camas blandas y ventiladas habitaciones a vuestra disposición, ¿cómo os podría hacer comprender lo que sufriríais si tuvieseis que pasar una fatigosa noche en las calles de Londres? Creedme, imaginaríais que han pasado mil siglos antes de que la aurora iluminase el oriente; temblaríais hasta gritar por el dolor de cada músculo; y os maravillaríais de poder soportar tanto y seguir vivos. Si os sentaseis en un banco y se os cerraran los ojos, un policía os despertaría con la seca orden de "Circule". Podríais descansar en un banco, aunque estos son escasos y están muy separados entre sí; pero si descanso significa dormir, entonces hay que "circular", arrastrando el cansado cuerpo a lo largo de calles interminables. Y si con astucia desesperada buscaseis algún oculto callejón u oscuro pasaje y os acostaseis en el suelo, el policía omnipresente también os echaría. Es su deber. la ley de los poderosos dice que los pobres serán azuzados.

Pero cuando llegase el alba y terminase la pesadilla, regresaríais a vuestros hogares para reponeros, y hasta el final de vuestros días contaríais la historia de esa aventura a vuestros admirados amigos. Sería una estupenda historia. La breve noche de ocho horas se convertiría en una Odisea y vosotros, en Homeros.

No sucede así con aquellas gentes sin hogar que caminaban conmigo hacia el albergue público Poplar. Y esa noche había treinta y cinco mil como ellos, hombres y mujeres, en la ciudad de Londres. Por favor, no lo recordeis cuando os vayáis a la cama; si vuestra vida es tan muelle como se supone, acaso no descansaríais tan bien como de costumbre. Pero para ancianos de sesenta, setenta y ochenta años, desnutridos, sin buenos manjares que llevarse a la boca, tener que recibir el alba sin haber descansado, y tambalearse durante el día buscando desperdicios afanosamente, con la noche implacable cayendo de nuevo sobre ellos, y tener que hacer lo mismo durante cinco noches y cinco días... Oh, queridas gentes de vida muelle, hartos de manjares, ¿cómo podríais llegar a comprenderlo?

Anduve por Mile End Road entre el Carretero y el Carpintero. Mile End Road es una calle ancha que cruza el corazón del este de Londres, y en ella había decenas de miles de personas extrañas. Explico esto para que puedan comprender lo que describiré en el párrafo siguiente. Como decía, íbamos andando, y cuando aumentó su amargura y empezaron a maldecir el país, yo maldije con ellos, y lo hice como lo haría un granuja americano, embarrancado en una tierra extraña y terrible. Y, como intentaba hacerles creer, me tomaron por un "hombre de mar", que había gastado su dinero llevando una vida disoluta, perdido sus ropas (nada inhabitual en los marineros) y estaba temporalmente arruinado mientras buscaba barco. Esto justificaba mi ignorancia de las costumbres inglesas en general y del alojamiento ocasional en particular y mi curiosidad sobre la cuestión.

Al Carretero le costaba seguir el ritmo de nuestros pasos (me dijo que no había comido nada en todo el día), pero el Carpinteto, flaco y hambriento, con el gris y gastado abrigo flotando al viento, se movía con pasos largos y persistentes que me recordaban al lobo de las praderas o al coyote. Ambos mantenían los ojos fijos en la acera y, de vez en cuando, el uno o el otro se inclinaba y recogía algo sin interrumpir su andadura. Creí que lo que recogían eran colillas de cigarros o cigarrillos y al principio no le presté atención. Pero luego me di cuenta de lo que se trataba.

Recogían, de la cera fangosa y manchada de saliva, fragmentos de piel de naranja y de manzana, rabos de uva, y se los comían. Rompían con los dientes huesos de ciruela para aprovechar la médula. Recogían mendrugos de pan del tamaño de guisantes, corazones de manzana tan negros y sucios que no se les tomaría por tales, y esas cosas se las llevaban a la boca, las masticaban y las engullían. Y esto sucedía entre las seis y las siete de la tarde, el 20 de agosto del año de gracia de 1902, en el corazón del más grande, más rico y más poderoso imperio que el mundo jamás ha visto.

Los dos hombres hablaban. No eran estúpidos, sólo viejos. Y, naturalmente, con las entrañas llenas de detritus del asfalto, hablaban de revolución. Hablaban como lo harían los anrquistas, los fanáticos y los locos. ¿Y quién les podía culpar? A pesar de mis tres buenas comidas al día, y de la buena cama que podía ocupar si quisiera, y de mi filosofía social, y de mi creencia evolutiva en el lento desarrollo y metamorfosis de las cosas... a pesar de todo ello, insisto, me sentía impulsado  a decir sandeces como ellos o a sujetar mi lengua. ¡Pobres locos! No son los de su especie los que hacen las revoluciones. Cuando estén muertos y convertidos en polvo, cosa que no tardará en ocurrir, otros dementes hablarán de revolución mientras recogen detritus de la acera manchada de saliva en Mile End Road, camino del albergue público Poplar.

Siendo joven y extranjero. el Carretero y el Carpintero me explicaron la situación y me dieron consejos. Su consejo fue breve y conciso: abandonar el país.

-Todo lo deprisa que Dios permita -les aseguré-. Y lo haré a tal velocidad, que no verán ni el polvo de mi carrera.

Más que comprenderlas, sintieron la fuerza de mis palabras y asintieron con aprobación.

- Esto te convierte en un criminal contra tu voluntad -dijo el Carpintero-. Aquí me tienen, ya viejo, los jóvenes han ocupado mi lugar, mis ropas cada vez más andrajosas, y cada día me resulta más difícil encontrar trabajo. Voy  al alojamiento ocasional buscando un jergón. Tengo que estar allí a las dos o las tres de la tarde o si no no me lo dan. Ya han visto lo que pasó hoy. ¿Qué oportunidad tengo de encontrar un trabajo? Supongamos que me admiten en el alojamiento ocasional. Me tienen encerrado todo el día siguiente y no me sueltan hasta la mañana del otro. ¿Y entonces qué? La ley dice que no puedo ir a otro alojamiento ocasional que esté a menos de diez millas. Tengo que apresurarme para llegar a tiempo. ¿Qué oportunidades me deja patra encontrar un trabajo? Supongamos que no vaya. Supongamos que busco un trabajo. Sin que me dé cuenta, se me ha venido la noche encima y me quedo sin cama. Toda la noche sin dormir, nada que comer, ¿y en qué condiciones estoy  al día siguiente para buscar trabajo? Tengo que arreglármelas para dormir en el parque (la visión de Christ's Church, en Spitafield, persistía en mí) y conseguir algo que comer. ¡Y aquí me tienen! Viejo, caído y sin oportunidad de levantarme.

-Aquí había una barrera de peaje -dijo el Carpintero-. Muchas veces pagué aquí m peaje en mis tiempos de carretero.

-En dos días sólo he tomado tres bollos de a penique -anunció el Carpintero después de una pausa-. Ayer me comí dos, y hoy me he comido el tercero -aclaró después de otra larga pausa.

-Para hoy no tengo nada -dijo el Carretero-. Estoy hecho polvo. Y las piernas me duelen mucho.

-El bollo que te dan en el "clavo" es tan duro que no te lo puedes tragar sino es con una pinta de agua -me informó el Carpintero.

Al preguntarle qué era el "clavo", contestó:

-El alojamiento ocasional. Es palabra de jerga, sabe usted.

Lo que me sorprendió fue que la palabra "jerga" figurase en su vocabulario, vocabulario que antes de separarnos pude comprobar que no era nada pobre.

Les pregunté qué tratamiento podía esperar en el caso de ser admitido en el alojamiento público Poplar, y entre los dos me ofrecieron abundante información. Después de tomar un  baño frío, se me daría una cena consistente en seis onzas de pan y "tres partes de gachas". "Tres partes" quiere decir tres cuartos de pinta, y "gachas" es una cocción fluída de tres cuartas partes de avena diluida en tres cubos y medio de agua caliente.

-¿Leche y azúcar, supongo, y una cuchara de plata? -pregunté.

-No hay miedo. Sal es lo que le darán, y he visto lugares donde no te dan ni cuchara. Se levanta y se engulle, así es como se hace.

-Te dan buenas gachas de Hackney -comentó el Carretero.

-Ah, esas son unas buenas gachas -alabó el Carpintero, y cambiaron una mirada elocuente.

-Harina y agua en St. George -dijo el Carretero.

El Carpintero asintió. Las había probado todas.

-¿Y luego qué? -insití.

Y me informaron que se me enviaría directamente a la cama.

-Le despertarán a las cinco y media de la mañana y le obligarán a darse un lavoteo, si hay jabón. Y luego el desayuno, igual que la cena, tres cuartas partes de gachas y una hogaza de tres onzas.

-No siempre es de tres onzas- corrigió el Carretero.

-Cierto, y  aveces tan rancia que casi no se puede comer. Al principio no me podía comer ni las gachas ni el pan, pero ahora me puedo comer los míos y los del vecino.

-Yo me podría comer las raciones de otros tres hombres -dijo el Carretero-. No he probado nada en todo el santo día.

-Y después qué?

-Tienes que hacer tu trabajo: seleccionar cuatro libras de estopa, o limpiar y fregar, o partir un montón de piedras. Yo no tengo que partir piedras; paso de los sesenta. Pero a usted sí se lo harán hacer. Es joven y fuerte.

-Lo que no me gusta -protestó el Carretero- es que me encierren en una celda para seleccionar estopa. Es como estar en la cárcel.

-Supongamos que después de pasar la noche me niego a seleccionar estopa, o a partir piedras, o hacer ningún tipo  de trabajo -apunté.

-No hay cuidado de que se niegue por segunda vez; le correrán a usted -contestó el Carpintero-. No le aconsejo que lo intente, muchacho.

-Luego dan la comida -continuó-. Ocho onzas de pan, once y media de queso, y agua fresca. Cuando se termina el trabajo, dan la cena, como antes, tres partes de gachas y seis onzas de pan. A la cama a las seis, y  a la mañana siguiente a la calle, siempre y cuando se haya terminado la faena.

Hacía rato que habíamos dejado Mile End Road, y después de cruzar un laberinto  de calles estechas y ventosas, llegamos al alojamiento público Poplar. En un muro bajo extendimos nuestros pañuelos y cada uno puso en el suyo sus pertenencias, excepto el tabaco, que escondimos en los calcetines. Hecho esto, y mientras las últimas luces del día se desvanecían en el cielo parduzco y el viento soplaba frío, nos situamos, con nuestros ridículos fardillos en la mano, ante la puerta del alojamiento público.

Cerca pasaron tres muchachas trabajadoras, y una de ellas me miró con pena; al rebasarnos, la seguí con los ojos y ella volvió la cabeza para otra vez mirarme con pena. No se fijó en los ancianos. ¡Dios santo, tuvo pena de mí, joven y vigoroso, pero no la tuvo de los dos ancianos que estaban conmigo! Era una mujer joven, yo era un hombre joven, y cualquiera que fuesen las incitaciones sexuales que la impulsaron a sentir piedad de mi situaban sus sentimientos en el más bajo nivel. Piedad por los ancianos es un sentimiento altruista, y además, la puerta de un alojamiento público es el lugar acostumbrado para los ancianos. Así es que no sintió pena de ellos, sino de mí, que no la merecía en absoluto. No se honra a los cabellos grises que son enterrados en Londres.

En un lado de la puerta estaba el tiraor de una campanilla, en el otro, el botón de un timbre.

-Tire de la campanilla -me dijo el Carretero.

Accioné el tirador como lo hubiera hecho con el de cualquier otra puerta, y sonó un campanilleo.

-¡Oh! ¡Oh! -gritaron aterrados al unísono-. No tan fuerte.

Solté el tirador y me miraron con reproche, como si acabara de poner en peligro su oportunidad de obtener una cama y tres partes de gachas. No acudió nadie. Por fortuna, era la campana equivocada; me sentí mejor.

-Apriete el botón -le dije al Carpintero.

-No, no, esperemos - se apresuró a contestar.

De todo lo cual llegué a la conclusión de que el portero de una casa de caridad, que normalmente obtiene un salario anual de siete a nueve libras, es un personaje muy fatuo e importante y no puede ser tratado desconsideradamente por los pobres.

De manera que esperamos, y cuando la espera empezaba  a parecerme excesiva, el Carretero adelantó un dedo tímido y cauteloso y apretó apenas el botón del timbre. He contemplado a hombres esperando saber si iban a vivir o no; pero sus rostros mostraban menos ansiedad que los de mis dos compañeros mientras aguardaban la llegada del portero.

Este se presentó y apenas si nos dirigió una mirada.

-Estamos llenos -dijo, y cerró la puerta.

-Otra noche de infierno -murmuró el Carpintero.

En la escasa luz. el Carpintero tenía el rostro pálido y gris.

La caridad indiscriminada es mala, dicen los filántropos profesionales. Bien, decidí ser malo.

-Vamos, coja su cuchillo y sígame -le dije al Carretero, arrastrándole a un callejón oscuro.

Me miró asustado e intentó escabullirse. Posiblemente me tomó por un tardío Jack el Destripador, con una inclinación hacia los indigentes ancianos. O creyó que le estaba induciendo a cometer algún crimen desesperado. Sea lo que fuere, estaba asustado.

Recordarán que, al inicio de mi aventura, cosí una libra en el sobaco de mi camisa. Era mi fondo  de emergencia y ahora iba a utilizarlo por primera vez.

No fue hasta que hube realizado un número de contorsionista para enseñarle la moneda cosida bajo la camiseta, que conseguí la ayuda del Carretero. Incluso entonces su mano temblaba de tal manera, que tuve miedo de que me cortara a mí en vez de las costuras, y me vi obligado a tomar el cuchillo de su mano y hacerlo por mí mismo. Salió a la luz la moneda de oro, una fortuna para sus ojos hambrientos; y salimos corriendo hacia el café más próximo.

Naturalmente, tuve que explicarles que yo era tan sólo un investigador, un estudioso social, que intentaba averiguar cómo vivía la otra mitad de la población. E inmediatamente se cerraron como almejas. Yo no era uno de ellos; mi manera de hablar había cambiado, el tono de mi voz era distinto, en resumen, era un superior, y ellos tenían una gran conciencia de clase.

-¿Qué tomarán? -les pregunté cuando se acercó el camarero.

-Dos rebanadas y una taza de té -dijo el Carretero humildemente.

-Dos rebanadas y una taza de té -también dijo humildemente el Carpintero.

Parémonos un momento a considerar la situación. He aquí a dos hombres invitados por mí a entrar en el café. Habían visto mi moneda de oro y comprendían que yo no era un indigente. Uno de ellos tan sólo había comido durante el día un bollo de medio penique, el otro no había comido nada.  ¡Y no se les ocurría pedir nada más que "dos rebanadas y una taza de té"! Cada uno de ellos había hecho un pedido de dos peniques. A propósito, "dos rebanadas" quiere decir dos rebanadas de pan con mantequilla.

Era la misma humildad degradante que había caracterizado su actitud hacia el portero de la casa de caridad. Pero yo no estaba dispuesto a admitirla. Paso a paso fui aumentando sus pedidos -huevos, lonchas de bacon, más huevos, más bacon, más té, más rebanadas, etc.- mientras ellos aseguraban ansiosamente que no querían nada más, pero devorándolo todo en cuanto se les ponía delante.

-La primera taza de té que he tomado en dos semanas -dijo el Carretero.

-Es un té estupendo -comentó el Carpintero.

Cada uno se bebió dos pintas, y les aseguro que era malísimo. Se parecía al té menos que la cerveza barata al champaña. No, era "agua sucia" y no se parecía en nada al té.

Fue curioso, después de la primera sorpresa, observar el efecto que les causó la comida. Al principio se sintieron melancólicos y hablaron de las varias ocasiones en que habían contemplado el suicidio. El Carretero, no hacía aún una semana, se había encaramado en el pretil del puente y, observando el agua, consideró la cuestión. El agua, insistió el Carpintero con calor, era un mal camino. Estaba seguro de que él lucharía para no ahogarse. Era más "práctica" una bala, ¿pero como demonios conseguir un revólver? Ese era el problema.

Se fueron animando a medida que se llenaban el cuerpo de té caliente y empezaron a hablar de sí mismos. El Carretero había perdido a su mujer y a sus hijos, con excepción de uno, que al hacerse hombre le ayudó en el negocio. Entonces vino la fatalidad. El hijo, un hombre de treinta y un años, murió de viruelas. Inmediatamente, el padre cayó con fiebre y permaneció tres meses en el hospital. Esto acabó con él. Cuando salió estaba flojo, débil, sin un hijo joven y fuerte que le ayudase, su pequeño negocio hundido, y ni un penique en el bolsillo. Todo había acabado para él. Era demasiado viejo para volver a empezar. Sus amigos eran pobres y no podían ayudarle. Intentó encontrar trabajo cuando montaban las tribunas para el primer desfile de la Coronación.

Y la respuesta le puso enfermo: ¿No! ¡no! ¡no! Lo oía por las noches cuando intentaba dormir, siempre los mismo: ¡no! ¡no! ¡no!

La semana pasada había contestado a un anuncio, y cuando dijo su edad se le informó:

-Oh, muy viejo, demasiado viejo.

El Carpintero había nacido en el ejercito, donde su padre sirviera durante veintidos años. Sus dos hermanos también se hicieron soldados, uno de ellos, sargento mayor en en Séptimo de Húsares, murió en la India después del Motín; el otro, tras servir nueve años en Oriente a las órdenes de Roberts, había desaparecido en Egipto. El Carpintero no se alistó en el ejercito, gracias a lo cual todavía estaba en este planeta.

-Pero deme la mano -dijo abriéndose la harapienta camisa-. Estoy a punto para la disección. Me consumo, señor, me consumo por falta de alimentos. Pálpeme las costillas y ya verá.

Puse la mano debajo de la camisa y le toqué. La piel estaba tensa como parche sobre los huesos, y me dio la sensación de estar pasando la mano por una plancha de lavadero. 

-Durante siete años estuve en la gloria -dijo-. La mejor parienta que se puede tener y tres chavales preciosos. Pero murieron. La escarlatina  se los llevó en dos semanas.

-Después de esto, señor -dijo el Carretero indicando el festín y deseando llevar la conversación a un terreno más alegre-, después de esto, sería incapaz de tomarme el desayuno de un alojamiento público.

-Ni yo -estuvo de acuerdo el Carpintero.

Y se pusieron a hablar de las delicias de la comida y de los excelentes platos que sus respectivas esposas les preparaban en el pasado.

-Llevo tres dias en ayunas -dijo el Carretero.

-Y yo, cinco- repuso su compañero, entristeciéndose con el recuerdo-. Cinco días, sin nada en el estómago excepto un cacho de piel de naranja, que ni la natutraleza más ultrajada podría soportar, señor, y casi me morí. A veces, andando de noche por las calles, me he sentido tan desesperado que he pensado jugarme el todo por el todo. Ya sabe lo que quiero decir, señor: cometer un gran robo. Pero cuando llegaba la mañana, me sentía tan derrotado por el hambre y el frío que no podía hacer daño ni a una mosca.

A medida que sus pobres organismos se calentaban con la comida, empezaron a relajarse y a mostrarse más expansivos, y hablaron de política. Sólo puedo decir que sus opiniones políticas eran tan buenas como las del hombre de clase media normal y bastante mejores que las de muchos hombres de clase media que conozco. Lo que me sorprendió fue su conocimiento del mundo, de su geografía y sus gentes, y de la reciente historia contemporánea. Como dije, no eran estúpidos. Eran simplemente viejos, y sus hijos no habían conseguido crecer para proporcionarles un lugar junto al fuego.

Hubo un último incidente, mientras me despedía de ellos en la esquina, felices con un par de chelines en los bolsilloss y la seguridad de encontrar una cama para pasar la noche. Al prender un un cigarrillo, iba a tirar la cerilla encendida, cuando el Carretero me la cogió de la mano. Le ofrecí la caja, pero me dijo:

-No se moleste, no la desperdicie, señor.

Y en tanto encendía el cigarrillo que yo le había dado, el Carpintero se apresuró en llenar su pipa con objeto de prenderla con la misma cerilla.

-No es bueno malgastar -comentó.

-Sí -asentí, pero estaba pensando en las costillas como plancha de lavadero por las que había pasado mi mano.

Jack LONDON / Gente del abismo / libros Rio Nuevo EDICIONES 29 Barcelona 1984 Traducción Jorge Juan LEÓN

sábado, 8 de septiembre de 2012

MAESTRO


HOMBRE DE NEGRO



HOMBRE DE NEGRO

Allí, donde el mar gris
Embiste y absorbe
Los tres espigones magentas.

A la izquierda, y allí, donde el oleaje
Se despliega sobre el pardo
Promontorio de la prisión de

Deer Island, cercada de alambres
De púas, con sus cuidadas pocilgas,
Sus gallineros y sus pastos para el ganado,

A la derecha, donde el hielo de marzo
Vidria aún los charcos de las rocas,
Se alzan los acantilados de arena color chamusquina

Sobre una gran lengua pétrea
Que la merea baja deja al descubierto,
Y tú, cruzando esas blancas

Piedras, paseabas con tu abrigo
Negro difunto, tus zapatos negros, y tu
Pelo negro, hasta que te paraste
Un momento, un vórtice fijo
En aquella punta lejana, aglutinando
Piedras, aire, todo a la vez.

Silvia PLATH  / POESÍA COMPLETA / Bartleby Editores 3ª Edición Madrid 2009 / Edición de Ted HUGUES  / Traducción de Xoán ABELEIRA



sábado, 1 de septiembre de 2012

ALTHUSSER /


 "El porvenir es largo"
 Louis ALTHUSSER

IDEOLOGÍA [y APARATOS ideológicos (del ESTADO)] 

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