EL MUNDO, MIÉRCOLES 19 DE SEPTIEMBRE DE 2012
C A R R I L L O 1 9 1 5 - 2 0 1 2
Por CARMEN GRIMAU
Yo no hablaré del político fallecido, pero sí de su forma ética de hacer
política. Porque Santiago Carrillo representó ante todo la forma
más despótica y despiadada de ejercer la política. Encarnó el prototipo
arrogante de los dirigentes con plenos poderes para disponer de
la vida y la muerte de los otros. Siempre en la cúpula. Alejado del peligro
de la clandestinidad. Hoy muere, el gran vencedor, el que enterró
a todos los camaradas. A los que traicionó, también. Todos sus
hombres han muerto. Él inició el comunismo y lo enterró un siglo
más tarde. Su perseverancia es lo más espectacular y lo más siniestro
del personaje. Acabó reinando sobre los cadáveres que fue acumulando
sin que de su boca saliera el menor sentimiento de culpabilidad.
Hizo ver la luz donde sólo había tinieblas. Puso cara a la pesadilla
que describiera Arthur Koestler.
Santiago Carrillo fue el experimento más logrado del NKVD. Desde
que Codovilla lo visitara en la Cárcel Modelo de Madrid, poco antes de
las elecciones de febrero del 36, el joven Carrillo era ya el elegido para
liderar el destino de los militantes comunistas.
«¿Quién rige los destinos de los hombres?», se preguntaba Vassili
Grossman. Buena pregunta. Desde luego, entre 1944 y 1976, los destinos
de los clandestinos comunistas estuvieron en manos de Santiago
Carrillo. Salvo la incursión puntual en el Valle de Arán en 1944 –que le
proporcionaría el poder absoluto sobre el aparato del Partido–, no volvió
a entrar clandestinamente a España hasta el 7 de febrero de 1976,
y lo hizo subido en un Mercedes y con peluca picassiana. El barbero
de Picasso hizo un trabajo histórico. Personalmente, no he conocido a
ningún clandestino que pasase la frontera con esa escenificación tan
teatrera. Los clandestinos que conocí siempre me parecieron seres
transparentes que, si podían, se fundían con el asfalto de las calles que
pisaban. Recuerdo a hombres sobrios, desprendidos e inquietos. Sin
un duro en el bolsillo para ellos o sus familias y que luchaban por algo
en lo que creían. Fueron los portadores de una filantropía abnegada y
severa. Pero eso ya lo escribí en la revista Leer de José Luis Gutiérrez.
La peluca, que tanta gracia hizo a sus señorías, formó parte de una
táctica, sumamente calculada, de éxito y de aplauso póstumo a la par.
En 1976, sabe que ha llegado el momento del envite crucial. Es sólo
cuestión de meses. Su despiadado egocentrismo lo mantiene alerta.
Quiere ser el único protagonista. Por ello, el 8 de diciembre, increpa al
prestigioso clandestino Simón Sánchez Montero con un ¿es que me
queréis sustituir? Recela también de la popularidad de Marcelino Camacho.
La tensión se palpa. Y el acto final tendría lugar el día 22 con
su detención. Fue la gran ceremonia pactada: ocho días en la enfermería
de Carabanchel. Pagó un precio muy módico. El 31 de diciembre tomaba
las uvas en libertad.
Ya sé que escribo a contrapelo. Algún día, tal vez, se conozcan todas
sus traiciones. Es sabida de sobra hoy su cobardía al no querer nombrarlas.
El apasionante libro de José Luis Losa –Caza de rojos– da buena
prueba de ello. Nadie puede sobrevivir a semejante responsabilidad
si no alberga en su cerebro lo más abyecto: la carencia absoluta de conciencia.
Santiago Carrillo vivió como un alto funcionario de carrera política.
Fue un burócrata tenaz e implacable que consiguió aguantar impertérrito
50 años de reunión permanente. Un dirigente cuyo centro
estratégico se situó siempre en un despacho acolchado con informes.
Fue un enragé de los informes. Un fanático del control. Un internacionalista
sin don de idiomas. Fernando Claudín, con gracejo vindicativo,
dejaría caer una evidencia: «Carrillo no se apeó del coche con chofer
desde el 45». De funcionario revolucionario a funcionario de las Cortes:
de coche del Partido a coche oficial de diputado.
La realidad dejó de existir fuera de las palabras codificadas. Y los informes
fueron para él más carne que la carne misma de los clandestinos.
Valían más. Valían todo. Vassili Grossman perfiló a un prócer del
partido soviético que bien podría haber sido Carrillo: «Fue de esos que
no tuvieron ni siquiera la oportunidad de comportarse vilmente durante
los interrogatorios, ya que no les interrogaron. Tuvieron suerte, no
les arrestaron». Carrillo se reinventó a sí mismo en la mentira. Su habilidad
camaleónica siempre me ofendió. Me estremeció su perseverancia
en ser la voz del augur, legitimada siempre con la sangre de los
otros. No citaré a ninguno para no olvidarme de nadie. Gregorio Morán
habló de dos elementos confluentes en el tacticismo del dirigente:
su amnesia oportunista y la exoneración de toda responsabilidad propia.
«Somos colectivamente responsables de las insuficiencias y debilidades
en nuestro trabajo». Todos fueron culpables. Menos él.
Pero yo, hoy, en el día de la muerte de Santiago Carrillo, sólo veo el
silueteado de los clandestinos que no pudieron regresar de la utopía
mortal de aquellos años de espejismo revolucionario. Y el rostro entumecido
y los ojos negros de mi padre, Julián Grimau, esperando que el
tercer tiro de gracia acabara con su vida. Porque hicieron falta tres tiros
de gracia para matarle. Diferencia.
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