sábado, 27 de febrero de 2010

Holly Golightly

Regresar a los lugares donde he vivido, las casas y su vecindad, me atrae siempre de forma irresistible. Por ejemplo, hay una casa de piedra arenisca de la calle Sesenta y tantos, Este, donde en la época del principio de la guerra, tuve mi primer apartamento en Nueva York. Constituía una sola habitación llena de muebles de desván, un sofá y confortables sillones tapizados con aquel terciopelo tan particular, rojo, que raspa y te hace recordar inmediatamente los días calurosos en un tren. Las paredes, estucadas, tenían un color como de tabaco. Por todos los rincones, hasta en el baño, había fotografías de ruinas romanas que el tiempo había vuelto parduscas. La única ventana daba a la escalera de incendios. A pesar de todo, mi espíritu se regocijaba siempre que sentía en mi bolsillo la llave de aquel apartamento; era, ciertamente, lóbrego, pero no dejaba de ser mi casa, la primera, y allí estaban mis libros y los jarros llenos de lápices romos esperando que alguien los afilara; todo cuanto necesitaba, en mi opinión, para convertirme en el escritor que deseaba ser.
En aquellos días nunca se me habría ocurrido escribir sobre Holly Golightly, y es muy probable que tampoco se me hubiera ocurrido ahora, a no ser por una conversación que tuve con Joe Bell y avivó en mí su recuerdo.
Holly Golightly había sido inquilina de la vieja casa de piedra arenisca; ocupaba un apartamento debajo del mío. En cuanto a Joe Bell, era dueño de un bar en la esquina de Lexington Avenue, y aún hoy lo es. [...]

Truman CAPOTE
Desayuno en Tiffanys Traducción de Agustí Bartra Seix Barral Barcelona 1986

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