viernes, 25 de julio de 2008

BÉCQUER

Gustavo Adolfo Bécquer Rimas Fotografías de Isidre Trullàs Prólogo de José Batlló Edit. Lumen Palabra e Imagen Barcelona 1985

1. Nace Gustavo Adolfo Bécquer en Sevilla el 17 de febrero de 1836 y muere en Madrid el 22 de diciembre de 1870, a consecuencia de una innominada enfermedad. Su vida cotidiana, a lo largo de esos casi treinta y cinco años, poco tiene que ver con el personaje literario que, primero él mismo, luego sus amigos tras su muerte y, finalmente toda una tropa de hagiógrafos, han ido construyendo. En primer lugar el propio apellido: Bécquer (o Becker, o Vecquer) es solamente el quinto de los suyos, ya que le preceden los de Domínguez, Bastida, Insausti y Vargas. El poeta lo elige, sin embargo, tanto por una cierta tradición familiar (su padre también lo utiliza, para firmar mediocres cuadros costumbristas que le servirán, con todo, para mantener una familia de ocho varones, de los que Gustavo Adolfo es el quinto, hasta su temprana muerte a los treinta y cinco años, cuando el futuro poeta no cuenta más de cinco) como por un afán aristrocratizante y germanófilo de muy buen tono en el tardío romanticismo español. La rama de los Bécquer procedía de Flandes y había llegado a la capital hispalense a finales del siglo XVI, siendo a principios del XVII ya una de las más notables de la ciudad. Don Miquel y Adam Bécquer, hermanos, se hacen enterrar en la capilla de Santiago, en cuya verja una inscripción reza: "Esta capilla y entierro es de..., y de sus herederos y sucesores. Acabose de construir el año 1622". Tienen, naturalmente, escudo de armas. Frente a sus, si no plebeyos si indígenas primeros cuatro apellidos, el quinto de Gustavo Adolfo proviene nada menos que de un Veinticuatro de Sevilla (D. Martín Bécquer, Mayorazgo además), caballeros que, en ese número, ocupaban, en el Cabildo Municipal de la Ciudad, el cargo de regidores comunales, privilegio que sólo podía obtenerse cuando se pertenecía a un esclarecido linaje y mediante la acreditación de limpias pruebas de nobleza. El prestigio del apellido le servirá para ingresar, en 1846, en el Colegio de San Telmo, cuyo fin era educar a los hijos de la clase media o noble, de pocos recursos, y prepararlos para pilotos de altura. Antes, y a raíz de la muerte de su padre, se hace cargo del pequeño Gustavo su tío Juan de Vargas, que le envía a estudiar al Colegio de San Antonio Abad. El Colegio de Naútica de San Telmo se suprime, por Real Orden, al año de haber ingresado en él Bécquer, con beneficio para los Duques de Montpensier. A partir de entonces, y hasta su viaje a Madrid, en el otoño de 1854, el futuro poeta pasa a vivir con su madrina doña Manuela Monnehay, señora "de claro talento, que poseía bastantes libros y -¡cosa rara en una mujer!- que los había leído todos", según recuerda el testimonio de Narciso Campillo, considcípulo de Bécquer en San Telmo y amigo fidelísimo hasta su muerte. Gustavo (único nombre utilizado en familia) toma clases de dibujo y pintura, junto con su hermano Valeriano, que le permanecerá igualmente fiel a lo largo de toda su vida, de Cabral Bejarano, primero, y de su tío Joaquín Domínguez después. Y con ello se cumple toda su formación académica, si así puede llamársela. Cuando Bécquer llega a Madrid, el 1 de noviembre de 1854, sólo ha publicado un poema -un soneto-. Tiene dieciocho años y va en pos de la gloria literaria, empeño en el que le acompañan el citado Narciso Campillo y Julio Nombela. Cuando aparece la primera de las rimas, cuatro años después, Gustavo Adolfo ya ha conocido las miserias de la vida literaria, viendo fracasar varios proyectos, algunos de los cuales excedían con mucho sus posibilidades y preparación, como el de la Historia de los Templos de España; asimismo ha pasado por una grave enfermedad -la misma seguramente que le llevaría a la tumba-, cuya naturaleza sigue siendo una incógnita, pero que no resulta aventurado relacionar con ciertas taras hereditarias (sífilis) y su excesiva frecuentación de las tabernas y prostíbulos del bajo Madrid de la época; ha leído a Heine en las traducciones efectuadas por Eulogio Florentino Sanz que aparece en El Museo Universal, revista donde él mismo colabora; y se he hecho con un cierto espacio en el periodismo capitalino. Entre 1860 y 1861 puede situarse el período de su mayor -por lo menos la más decisiva, por la que pasará a la Historia de la Literatura- producción literaria: publica las Cartas literarias a una mujer y la reseña al libro de Augusto Ferrán La soledad, que, junto con la Introducción sinfónica [...] constituyen una auténtica, y muy lúcida, arte poética; escribe la mayor parte, si no todas, las Rimas, de las que publicará solamente quince en vida; es redactor de El Contemporáneo y se casa con Casta Esteban, matrimonio del que son fruto tres hijos pero nada feliz. Ya para entonces Bécquer, misógino notable en una sociedad que hace de la misoginia un estandarte, ha descubierto que las mujeres son tontas, aunque algunas también hermosas. Abundantes ejemplos hay en sus poesías.

En 1863, durante su estancia en el monasterio de Veruela por motivos de salud, escribe las Cartas desde mi celda, que se irán publicando en El Contemporáneo. Al año siguiente es nombrado por González Bravo, ministro de Isabel II, censor de novelas. En el 66 dirige El Museo Universal. En el 68, con la caída de la reina, pierde su sinecura, e incluso sufre un breve exilio en París. En el saqueo del despacho de su protector González Bravo, se pierde el original de las Rimas, que éste guardaba con vistas a prologarlo y publicarlo. A su regreso, Bécquer las reconstruye de memoria, incluyéndolas en el famoso Libro de los gorriones. En el 69 es director de La Ilustración de Madrid; el 23 de septiembre del 70, muere su hermano Valeriano; Gustavo Adolfo le sigue tres meses después. Al año siguiente, sus amigos más cercanos editan sus Obras, en dos volúmenes. En 1914 el hispanista Franz Schneider descubre el manuscrito de El libro de los gorriones, hoy en la Biblioteca Nacional, y lo da a conocer con la versión autógrafa de las Rimas.

Como tantos otros poetas anteriores a él, y como bastantes de los posteriores, Bécquer no publicó un solo libro en su vida.

2. Cuando la partida de nacimiento de alguien se convierte en tesoro documental, la razón no debemos buscarla en el valor intrínseco de esta partida, sino en la personalidad alcanzada por ese alguien. Gustavo Adolfo Bécquer fue un romántico tardío, incluso dentro del tardío romanticismo español, que, por una de esas piruetas que hace la historia de la literatura, y sólo apreciables con una cierta perspectiva, resulta ser un poeta de hoy mismo. Su figura ha ido ganando talla con el paso de los años, mientras que la de tantos de sus contemporáneos, gigantes en su momento, han quedado reducidas en la distancia, si no han desaparecido por completo en el horizonte de los tiempos. Con todo, Bécquer no sería más que un posible raro en la nómina rubendariana si no fuera por las Rimas. Las mismas Leyendas (traducidas al francés, por ejemplo, en 1895, con el título de Legendes Espagnoles, lo que nos da una idea de por dónde iban los tiros) no son otra cosa que traslaciones del espíritu de los ya por entonces famosos Cuentos fantásticos de Hoffmann, escritos setenta u ochenta años antes. Por lo que respecta a su ideología, la que se transparenta en los datos biográficos que de él conocemos, pero también claramente rastreable en toda su obra periodística e, incluso, en la poética, es decididamente conservadora. Parece ignorar que en el mundo se ha producido un acontecimiento histórico de la magnitud de la Revolución Francesa, por ejemplo, y cuando comenta la Revolución del general Espartero, en 1854, en vísperas de su traslado a Madrid, en el álbum Los contrastes, que compone junto a su hermano Valeriano, y que conocemos gracias a los desvelos de Rafael Montesinos, lo hace para tomarla a broma. Sus ideas sobre el papel de la mujer en la sociedad, por ceñirnos a un caso que hoy ocupa el primer plano del interés general, nos resultan absolutamente chocantes, aunque en su época no eran, desde luego, insólitas ni mucho menos. La sacralización del arte y, con él, la del artista; el sueño de un destino superior; la firme creencia no ya en una aristocracia del espíritu, sino en la de las estirpes, son ideas todas que le alejan de nosotros y le sitúan, dentro del momento en que vive, en esa óptica conservadora del mundo que se ha señalado. Gabriel Celaya, becqueriano malgré lui, acentúa el contraste entre el hombre y el poeta; al primero le llama siempre el señor Domínguez, y le adorna con las peores cualidades de un noble apócrifo venido a menos, típico señorito andaluz (arquetipo particularmente "querido" por el poeta vasco), llegando a definirle así: "un hombre vago y orgulloso, borracho y putañero, sucio y enfermo, carca y oportunista, pretencioso y venal", considerando milagroso, a renglón seguido, el que de semejante ejemplar pueda "surgir una poesía en la que todos nos sentimos a una porque a todos nos levanta a una especie de pureza", lo cual es decir muy poco tras los contundentes calificativos anteriores. El ya citado Rafael Montesinos, por el contrario, y pese a ser uno de los más rigurosos becquerianistas, se acerca a lo hagiográfico cuando insinúa una cierta relación entre el eclipse total de sol que se produce en Sevilla el mismo día de la muerte del poeta, sólo media hora después, y esta muerte en sí; o cuando achaca al odio las palabras de Julia Espín (cantante de ópera de cierto renombre, que mantuvo una ambigua relación con el poeta y que casó con un futuro Ministro de la Gobernación), "Bécquer era un hombre sucio", las de Eusebio Blasco, compañero del poeta en La Ilustración de Madrid, que se despacha a gusto con él en sus Memorias íntimas, o las de cualquiera que no le vea con un prisma favorable, y en cambio considere objetivas y razonadas las de quienes no ven en Bécquer sino al hombre sin mácula, tocado por la gracia divina, cuya vida y obra debe ser objeto de ejemplo y reverencia hasta convertirse, casi, en una nueva Pasión.

A Celaya y Montesinos, cuyos estudios sobre Bécquer son complementarios aunque autoexcluyentes, habría que añadir una innumerable relación (de cuyo pormenor hago gracia al lector) de la literatura generada por nuestro poeta, literatura que excede con mucho, como en el caso de la argentina, según Borges, por lo menos en cantidad, a la relativamente breve obra del autor de las Rimas.

3. Relativamente breve la obra de Bécquer, porque también fue relativamente breve su vida y porque, según todos los indicios, abandonó la escritura poética algunos años antes de su muerte. Seguramente porque no tiene sentido escribir poesía cuando se tiene conciencia de la imposibilidad de dotar de presencia verbal a la imagijación. Al respecto escribirá Bécquer en las Cartas literarias a una mujer: "Si tú supieras como las ideas más grandes se empequeñecen al encerrarse en el círculo de hierro de la palabra; si tú supieras qué diáfanas, qué ligeras, qué impalpables son las gasas de oro que flotan en la imaginación, al envolver esas misteriosas figuras que crea, y de las que sólo acertamos a reproducir el descarnado esqueleto". Por otra parte, hay una clara diferenciación entre vida y escritura: "Cuando siento, no escribo", dirá Bécquer, es decir, cuando vive, calla. Y añadirá: "Escribo como el que copia de una página ya escrita", algo que, en su enunciado estricto, podría considerarse como una declaración superrealista avant la lettre (lo de la "escritura automática" y todo lo que cuelga), pero que, en el contexto becqueriano, hay que leer de forma muy distinta: la página ya escrita de la cual copia el poeta no es sino la vida vivida por él mismo. Parte pues, para escribir, de una experiencia previa, no importando demasiado, salvo para profesores eruditos, si esta experiencia ha tenido lugar en un plano real compartido con sus coetáneos o en otro plano menos localizable, sito en algún lugar de su imaginación. Bien lejos también, por lo tanto, de otra corriente estética de mucho éxito en nuestros días: aquella que sitúa a la escritura en sí misma como generadora y justificadora de toda escritura. El poeta Bécquer escribe como dibuja "el pintor que reproduce el paisaje que se dilata ante sus ojos y se pierde en la bruma de los horizontes". Sin paisaje no hay escritura; sin vida no hay poesía. Una perogrullada, claro. Que da que pensar.

4. Pero la modernidad, la actualidad de la poesía de Gustavo Adolfo Bécquer no viene dada por lo que le conceden sus estudiosos y los manuales de literatura, empeñados más bien en situarla en ese Olimpo donde reposan tantas obras literarias ilustres e ilegibles, sino por la constancia de sus lectores. Cierto que muchos de ellos, adolescentes sitiados además por el concepto de que la literatura, en cuanto que se enseña, se aprende, llegan a Bécquer como a una especie de excrecencia del romanticismo, cuyo disfrute se mantiene en secreto en cuanto signo de una sensibilidad distinta, más frágil y vulnerable; otros muchos se quedarán "al nivel de" los versos más notorios (del tipo "Volverán las oscuras golondrinas", "Poesía eres tú", "Hoy la he visto y me ha mirado", etc.), cuyo uso y abuso, durante más de un siglo, han hecho que llegaran hasta aquí completamente desvirtuados, irrecuperable el sentido original tanto como la originalidad de su sentido. Pero son muchos más, como siempre ocurre con los auténticos poetas, los lectores que descubren su Bécquer particular, tan ajeno al que aparece en las historias de la literatura o en los comentarios de texto, que no parece, ni es, el mismo. Es un Bécquer en cierto modo secreto, arcano, como si el tesoro que ofrece a ese lector individualizado que lo hace suyo, haya sido celosamente guardado por los mismos que han pretendido, durante tantos años, tantos buceos en archivos, hemerotecas, epistolarios, iconografías y bibliotecas, inventariarlo. Claro que sin la edición que sus amigos realizan, en 1871, de sus Obras, Bécquer no existiría para la literatura, por más que de su existencia sobre la faz del mundo no parece abrigar duda alguna. Esto, que casi parece un argumento determinista, pretende insistir en todo lo contrario: la historia de la literatura, la pasada como la futura, es perfectamente evitable y moldeable, como todas las historias, por lo demás. Bécquer, como poeta, existe a partir de un acto de voluntad creadora de todos y cada uno de sus lectores.

En su momento, las Rimas de Bécquer se oponen, sin propósito preconcebido, sin un consciente afán iconoclasta, a la poesía al uso. El propio Bécquer sabe muy bien que su poesía es distinta, pero la ve así como una incapacidad por su parte antes que como una voluntad diferenciadora explícita: frente a la poesía ampulosa, grandilocuente y repleta de palabras definitivamente nobles, Bécquer ofrece una poesía de versos sencillos, rimas asonantes, arte menor en muchos casos, que por su ordenación estrófica y su longitud mal puede situarse junto a los categóricos poemas sinfónicos que escribían los más celebrados de sus contemporáneos o inmediatos predecesores. Frente a esta concepción sinfónica de la poesía, casi operística, la de Bécquer (como la de Rosalía, como parte de la de Espronceda, como la de su fiel amigo -otro, y algo debía tener el hombre Bécquer para reunir tan escogido puñado de amigos- Augusto Ferrán, como la de Gabriel García y Tessara, según Juan Ramón Jiménez) apenas se insinúa como el tañido de un arpa, la misma que el poeta cantó "del salón en el ángulo oscuro" y que su hermano Valeriano idealizó, más que como una premonición como "la corporeidad de lo abstracto", que diría otro poeta andaluz, Juan José Domenchina, en un retrato de Gustavo Adolfo pintado en 1856. Frente a la poesía de los sabios, no propiamente la intuición del romántico, que fía demasiado en la infabilidad de su instinto y en la existencia asistidora de la inspiración, sino la lucidez del vidente (lejano parentesco con Rimbaud, notado por Celaya), que cede paso a los simbolistas y que, saltando por encima del modernismo, viene a dar en la poesía estrictamente contemporánea.

Bécquer no es un sabio, pero sabe: "Todo el mundo siente. Sólo a algunos seres les es dado el guardar, como un tesoro, la memoria viva de lo que han sentido. Yo creo que estos son los poetas. Es más, creo que unicamente por esto lo son", dirá en una de las Cartas literarias. Pero ¿cómo trasladar esa memoria viva al papel, en una forma sobre la que luego se lanzarán los "críticos para examinarla, disecarla y creer haberla comprendido cuando han hecho su análisis"? No, desde luego, si se quiere ser auténtico, en versos magistrales, porque "cuando un poeta te pinte en magníficos versos su amor, duda. Cuando te lo dé a conocer en prosa, y mala, cree". La palabra viene a ser, pues, no ya una traducción del pensamiento (o del sentimiento, que después de todo no es más que el efecto de una causa), sino una traición clamorosa. En realidad, a través de la palabra, el poeta viaja en busca del silencio primigenio, del trino del ruiseñor que a un sabio alemán -según Bécquer- se le ocurrió recoger en papel pautado valiéndose de las siete notas de la escala musical. Cuando el poeta se agota en esta lucha contra las insuficiencias de la palabra, cuando reconoce su incapacidad para devolverla la inefabilidad que debió tener en el instante de ser pronunciada por vez primera, deja de escribir. En Bécquer, como en Rimbaud, esto sucede años antes de la muerte del hombre, por lo que en ningún caso puede hablarse de ellos como poetas malogrados, en el sentido que comunmente se le da a la expresión.

Porque, llevando las cosas a su punto justo, hay que insistir en que las Rimas no pretenden ser uno de esos textos "ilegibles" por su complejidad, aunque un Bécquer ignoto esté esperando a cada lector genuino. La obra de nuestro poeta no tiene punto de comparación con la de Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Lautremont, Joyce o Proust. Bécquer sabe que siente, pero no comprende; no convierte su sentimiento en objeto de reflexión o análisis; desprecia por irrelevante un mundo excesivo y se refugia en lo subjetivo, en lo "irracional" que anida en el interior de cada persona. La poesía, por otra parte, como ya hemos visto, no está en las palabras, diga lo que diga Mallarmé, ni su existencia y presencia dependerá de lo que escriban los poetas. Es, por el contrario, algo inmanente, que se halla como en suspensión entre la realidad y el sueño, a la espera de que un relámpago instantáneo, fortuito, casual, la ponga en evidencia.

A la postre, no obstante, los resultados son los mismos que en los ejemplos cimeros citados. Lo que nos atrae, mejor dicho, nos fascina, de las grandes obras literarias no es tanto lo que nos dicen, sino aquello que callan, que esconden, que a lo más sugieren. Seguimos hipnotizados por el misterio de la Divina Comedia, obra "ilegible" e "inexplicable" donde las haya, porque pone en evidencia la inexplicabilidad de nuestra propia existencia. La capacidad de "no comprender" es casi una cualidad divina: los dioses -cuya pereza, cuya pasividad, envidiaba Bécquer como bien supremo, lo mismo que más tarde Pessoa -asisten simplemente a la comedia humana, sin entender, ni pretender entender nada. Aun, por distintos caminos, siempre llegamos al mismo punto de partida: puesto que nada existe, la poesía funda una realidad que se basta por sí misma. Contradicción que cuando se revela irresoluble lleva al poeta hasta el silencio. ¿Bécquer como antecedente de la pasión inútil existencialista, del absurdo beckettiano? Sí, también, como eslabón, tan necesario como prescindible, según se vea, de una tradición que no es únicamente literaria, sino que abarca todos los aspectos que somos capaces de sentir, pensar o imaginar que tiene la vida humana.

Después de todo, muerto el perro se acabó la rabia.

[...]
José Batlló Prólogo a Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer Lumen 1985

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