jueves, 17 de julio de 2008

FAULKNER




William Faulkner Santuario 1ª edición ESPASA-CALPE, S. A. Madrid 1934

Faulkner is the coming man.
Arnold Bennet.

CAPITULO PRIMERO

De detrás de la cerca de arbustos que rodeaba el manatial observó Popeye al hombre que se hallaba bebiendo. Una tenue senda llevaba del camino al manatial. Popeye observó al hombre -un hombre alto, flaco, destocado, con un raído pantalón de franela gris y una chaqueta de paño de dos colores sobre el brazo- cuando éste emergía de la senda y se arrodillaba a beber en el manatial.
El manatial brotaba al pie de un haya y sus aguas fluían luego sobre un lecho de arena que formaba ondulaciones y remolinos. Estaba cercado de una espesa vegetación de cañas y escaramujos, de cipreses y árboles gomeros, en que la luz solar yacía rota, desprendida de su fuente. En algún lugar, misterioso y oculto, pero cercano, un pájaro cantó tres notas y se detuvo.
En el manatial, el hombre que se hallaba bebiendo inclinó el rostro hacia los múltiples reflejos rotos de su propia acción de beber. Al levantarse vió entre ellos, en mil añicos, el canotier de Popeye, aun cuando no lo había sentido llegar.
Vió, a través del manatial, de cara a él, un hombre de pequeña estatura, con las manos en los bolsillos de la chaqueta y un cigarrillo en la boca, sesgado, que partía de su barbilla. Iba vestido de negro, con una chaqueta ceñida y de talle alto. Llevaba pantalones remangados en una sola vuelta y encostrados de lodo sobre zapatos enfangados. Su rostro tenía un color extraño y exangüe, como visto a la luz eléctrica; contra el soleado silencio, su sombrero de pajilla ladeado y sus brazos ligeramente en jarras tenía aquella cualidad viciosa y sin fondo del estaño estampado.
Detrás de él volvió a cantar el pájaro tres compases en monótona repetición: un sonido profundo y sin significación que surgía del suspirante y pacífico silencio siguiente que parecía aislar el sitio y del cual salió un momento después el ruido de un automóvil que pasaba a lo largo de la carretera y se desvaneció a lo lejos.
El hombre se quedó arrodillado junto a la fuente.
- Parece que trae usted una pistola en ese bolsillo, ¿eh?- dijo.
Del otro lado del manantial Popeye parecía contemplarle con dos bolas de goma negra y blanda por ojos.
- Eso es lo que yo le pregunto a usted -dijo Popeye-. ¿Qué lleva usted en ese bolsillo?
El otro tenía aún la chaqueta atravesada en el brazo. Levantó la otra mano hacia ella y sacó de un bolsillo un sombrero de fieltro estrujado y del otro un libro.
- ¿En qué bolsillo?- dijo.
- No me muestre nada -dijo Popeye-. Conteste.
El otro contuvo la mano:
- Es un libro.
- ¿Qué libro?- dijo Popeye.
- Un libro simplemente. La clase de libros que lee la gente. Que leen algunos.
- ¿Lee usted libros?- preguntó Popeye.
La mano del otro quedó helada encima de la chaqueta. Los dos se miraron a través del manatial. Del cigarrillo de Popeye partía, enroscándose a través de su cara, una tenue pluma de humo; un lado de su cara se contraía al contacto del humo como una máscara tallada en dos expresiones simultáneas.
Del bolsillo posterior de su pantalón sacó Popeye un pañuelo sucio que extendió en el suelo. Luego se encuclilló, mirando al hombre a través del manantial. Era una tarde de mayo, a eso de las cuatro. Los dos se quedaron así, de cuclillas, mirándose mutuamente a través del manatial durante dos horas. De vez en cuando el pájaro volvía a cantar en la ciénaga, como movido por un muelle de reloj; otros dos automóviles invisibles pasaron a lo largo de la carretera y se desvanecieron a lo lejos. De nuevo volvió a cantar el pájaro.
- Y, por supuesto, no sabe usted cómo se llama -dijo el hombre al otro lado del manantial-. Apostaría que no conoce usted un solo pájaro, a no ser el que haya oído cantar en una jaula desde un canapé de hotel o servido en un plato al precio de cuatro dólares.
Popeye no dijo nada. Siguió agachado en su ceñido traje negro, el bolsillo derecho de su chaqueta hundido y apretado contra su flanco, haciendo girar y sacando boquilla a los cigarrillos en sus pequeñas manos de muñeca, escupiendo al interior del manantial. Su piel tenía una obscura palidez mortal. Tenía una nariz ligeramente aquilina, y carecía en absoluto de barbilla. Su cara parecía disolverse, como la cara de una muñeca de cera olvidada junto al fuego. Sobre su chaleco se extendía, horizontalmente, una cadena de platino semejante a un hilo de telaraña.
- Oiga usted -dijo el otro-: yo me llamo Horace Benbow. Soy abogado en Kinston. He vivido en Jefferson; ahora voy de paso para allá. Cualquier persona en este país podrá decirle a usted que soy inofensivo. Si se trata de whisky, por mi pueden ustedes hacer, vender o comprar todo el que les venga en gana. Yo sólo me he detenido aquí a beber un trago de agua. Todo lo que yo quiero es llegar a la ciudad, a Jefferson.
Los ojos de Popeye le miraban como bolas de goma, como si hubieran cedido al contacto de un pulgar y resurgieran luego con la tiznadura de la impresión digital en la superficie.
- Quiero llegar a Jefferson antes de la noche -dijo Benbow-. No puede usted demorarme aquí de este modo.
Sin quitarse el cigarrillo de la boca, Popeye escupió al otro lado del manantial.
- No puede detenerme de este modo -dijo Benbow-. Suponga usted que echara a correr...
Popeye fijó sus ojos en Benbow como un sello de goma.
- ¿Quiere usted escapar?
- No- dijo Benbow.
Popeye desvió la mirada.
- No lo haga, pues.
Benbow oyó de nuevo el pájaro y trató de recordar su nombre local. Por la carretera, invisible, pasó otro auto y se desvaneció. Entre ellos y el ruido del coche casi se había puesto el sol. Popeye sacó un reloj de a dolar del bolsillo del pantalón, lo consultó y lo metió de nuevo en su bolsillo, suelto como una moneda.
Donde el sendero que partía del manantial se unía al atajo arenoso había sido derribado recientemente un árbol que obstruía el camino. Los dos pasaron sobre el árbol y siguieron su marcha; la carretera quedaba ahora a su espalda.
En la arena se veían dos depresiones paralelas poco profundas, pero ninguna marca de cascos. Donde el agua del manantial se filtraba a través de la arena vió Benbow las impresiones de las gomas de un automóvil. Popeye marchaba ante él, anguloso, en su traje ceñido y su sombrero rígido, como un pie de lámpara moderno.
Llegaron adonde cesaba la arena. El camino surgía en curva de la manigua. Había obscurecido casi del todo. Popeye miró rapidamente por encima del hombro.
- Vamos, hombre, dese prisa- dijo Popeye.
-¿Por qué no hemos cortado recto a través de la loma?- dijo Benbow.
-¿Por medio de todos esos árboles?- dijo Popeye. Al sacudir la cabeza mirando loma abajo, donde la manigua yacía ya como un lago de tinta, su sombrero emitió un destello vicioso, opaco a la luz del crepúsculo-. ¡Cristo!
Casi había anochecido. Popeye había moderado el paso. Marchaba ahora a la par de Benbow, y éste veía su sombrero en continuo y rápido movimiento pendular al tiempo que Popeye volvía la mirada a los lados con una especie de rencor perruno. Algo, una sombra formada por el vuelo, se dobló entonces sobre ellos y siguió dejando una corriente de aire en sus rostros, con un silencioso movimiento de alas en tensión; Benbow sintió que todo el cuerpo de Popeye saltaba contra él y que su mano se le agarraba a la chaqueta.
- No es sino una lechuza -dijo Benbow-. Simplemente una lechuza. -Y añadió-: El que cantaba era un pájaro pescador que llaman reyezuelo de Carolina. Así se llama. No me podía acordar cuando estábamos allá atrás. -Popeye se arrebujaba contra él, agarrado a su bolsillo, silbando por entre los dientes como un gato-. Huele a negro -pensó Benbow-; huele como aquella materia negra que salía de la boca de la Bovary y corría por su velo nupcial cuando la levantaron muerta.
Un momento después, sobre la negra y dentada masa de árboles, levantaba la casa su rígida estructura cuadrada contra el cielo evanescente.

La casa era una ruina desvencijada que surgía rígida, escuálida, de un bosque de cedros por podar. Era una especie de boya, conocida por la casa del Viejo Francés, construída antes de la Guerra Civil; una casa de hacienda enclavada en medio de un erial, de campos de algodón, jardines y macizos de césped que hacía mucho habían avanzado hacia la manigua que las gentes de la vecindad habían ido devastando para proveerse de leña durante cincuenta años o cavándola con un secreto y esporádico optimismo en busca del oro que, según se decía, había escondido el constructor de la casa en alguna parte en derredor cuando Grant atravesó el país en su campaña de Vickburg.
Tres hombres, sentados en sillas, se hallaban a un extremo del soportal. En la profundidad del pasadizo abierto brillaba una débil luz. El pasadizo corría en línea recta hacia la parte posterior, a través de la casa. Popeye subió la escalinata mientras los tres hombres aguardaban con los ojos fijos en él y en su compañero.
- He aquí al profesor- dijo sin detenerse.
Entró en la casa a lo largo del pasadizo, hasta cruzar el soportal posterior; entonces dobló y entró en la pieza donde estaba la luz. Era la cocina. Una mujer se hallaba junto al fogón. Llevaba un vestido de percal desteñido. Al moverse, un par de toscos zapatos de hombre desatados gualdrapeaban contra sus tobillos desnudos. Volvió la vista hacia Popeye, luego miró de nuevo al fogón, donde siseaba una cacerola de viandas.
Popeye se paró a la puerta. El ala del sombrero ladeado le cruzaba diagonalmente la cara. Tomó un cigarrillo del bolsillo sin sacar la cajetilla, le hizo boquilla, lo estregó entre los dedos, se lo puso en la boca y encendió un fósforo con la uña del pulgar.
-Ahí fuera está el pájaro- dijo.
La mujer no volvió la vista. Dió vuelta a la carne.
-¿Por qué me lo dices?- dijo ella-. Yo no sirvo a los parroquianos de Lee.
-Es un profesor- dijo Popeye.
La mujer se volvió con un tenedor de hierro pendiente de la mano. Detrás del fogón, en la sombra, había una caja de madera.
-¿Un qué?
-Un profesor- dijo Popeye-. Trae un libro consigo.
-¿Qué viene a hacer aquí?
-No sé. No se me ocurrió preguntarle. Tal vez a leer el libro.
-¿Vino él aquí?
-Yo le encontré junto al manatial.
-¿Andaba él en busca de esta casa?
-Yo no sé- dijo Popeye-. No se me ocurrió preguntarle. - La mujer seguía aún mirándole-. Lo mandaré a Jefferson en el camión. Dijo que quería ir allá.
-¿Por qué me dices eso a mí?- dijo la mujer.
-Cocina, anda, que quiere comer.
-Sí- dijo la mujer. Se volvió de nuevo hacia la estufa-. Yo cocino. Yo cocino para pillos, buscones y maleantes. Sí, yo cocino.
Popeye la observaba desde la puerta; el humo del cigarrillo cruzaba, enroscándose, ante su cara. Tenía las manos en los bolsillos.
-Puedes marcharte. Te llevaré otra vez a Menphis el domingo. Puedes volver a buscarte la vida- volvió la mirada hacia ella-. Te estás poniendo gorda aquí. Echándote al sol en el campo. No iré a decirles nada a los de Manuel Street.
La mujer se volvió con el tenedor en la mano.
-¡Canalla!- dijo ella.
-Desde luego -dijo Popeye-. No iré a decirles que Ruby Lamar anda aquí por el campo con un par de zapatos que Lee Goodwin ha echado a la basura, picando ella misma su leña. No. No les diré que Lee Goodwin es un hombre excelente.
-¡Canalla ! -dijo la mujer-. ¡Canalla!
-¡Desde luego!- dijo Popeye.
Y volvió la cabeza. Se sintió un tenue rumor a través del portal, luego entró un hombre. Venía encorvado, vestido con un mono. Andaba descalzo; eran sus pies descalzos los que habían sentido ellos. Tenía una barda de pelo quemado por el sol, sucio y desgreñado. Tenía ojos pálidos y furiosos, barba corta y suave color de oro sucio.
-El diablo me lleve si no es un caso curioso- dijo.
-¿Qué es lo que quieres?- dijo la mujer.
El hombre vestido con el mono no contestó. Al pasar miró a Popeye con una ojeada a la vez alerta y misteriosa, como si estuviera pronto a reír un chiste y aguardara el momento de reírlo. Cruzó la cocina con paso vacilante, semejante a un oso, y todavía con aquel aire alegre y misterioso, aunque ante los propios ojos de ellos, levantó una tabla suelta del piso y sacó una botija de a galón. Popeye lo observó, los dedos índices en el chaleco, el humo de su cigarrillo (lo había fumado todo sin tocarlo una sola vez en la mano) en volutas a través de su cara. Su expresión era feroz, acaso funesta; miraba contemplativamente al hombre vestido del mono, que cruzaba de nuevo la cocina con una especie de timidez alerta, ocultando torpemente la botija bajo su costado; miró a Popeye con aquella expresión alerta y pronta al regocijo hasta que salió de la cocina. De nuevo sintieron sus pies desnudos en el portal.
-Desde luego- dijo Popeye-. No iré a decirles a los de Manuel Street que Ruby Lamar está aquí cocinando para un maleante y un testaferro.
-¡Canalla -dijo la mujer-. ¡Canalla!
[...]
William Faulkner Santuario

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