sábado, 18 de julio de 2009

EVGUENI EVTUSHENCO

NOCHE DE POESÍA

Rechina el sol en el gancho de la grúa
que desciende al fondo del Angará.
La Central, oscurecida está por la derecha,
sumergida en el crepúsculo por la izquierda.
Juega con el Angará lanzado,
y crea magia en el agua,
soltándola por la derecha muy oscura,
soltándola por la izquierda dorada.
Y nosotros, en feliz beatitud,
asiendo bocados de viento
sobre resoplante y saltarina motora,
volábamos hacia el mar de Bratsk.
Todo era carmesí... Sobre olas carmesíes,
saltaban tímalos carmesíes,
y apareció el mar ante nosotros,
en la cuna verde de la madre taigá.
Jugueteaba el mar con reflejos de pececillos,
de boyas y de saucedad ribereño,
y se entretenía -cual niño
con sonajero- sacudiendo nuestra motora.
A la barandilla, callados, se pegaron,
con ojos relucientes de padre,
constructores, montadores, capataces:
pues ese mar era su hijo.
Y una flaca mujer musitaba,
olvidando la compostura,
con la mejilla en la guerrera del capitán:
"¡Ay Pasha, Pasha, cuanta felicidad!"
Y él con la mano tatuada la abrazaba,
la mano libre en el timón...
"Son marido y mujer... Poetas los dos..." -
un marinerito pelirrojo me explicó.

Observé la extraña familia
de poetas.
Ya no era joven Pável,
pero, turbulento e infantil, su mechón gris
caía sobre azules ojos eseninianos.
Tampoco ella era joven...
Bajo la peineta, en la nuca,
aparecía a veces entre el tinte
una cana en su permamente.
Y la piel de sus rojas y pesadas manos,
como en las mujeres que lavan mucho,
estaba agrietada... Mas de súbito rezumaba
algo infantil y vivaracho en sus movimientos.
Y con alegre turbación en los ojos,
cual si le diera el pronto de lucirse,
mostrando la pálida luna a su marido,
suspiraba quedamente: "Ya nació..."
Atracó la motora a la orilla, y Pável
declaró autoritario:
"¡Fin de trayecto!"
Unos trajeron ramaje, otros levantaron la tienda,
otros abrieron botellas.
Oscurecía.
Tras el trenzado de estrellas y ramas,
murmuraba invisible el Angará,
La sopa cloqueaba en el perol.
Bajo el húmedo viento
inclinaba sus alas rojas la hoguera.
Y el vicaracho marinerito aquel,
Serionka,
un acordeón, botín de guerra, desplegó,
tensó la correa en el hombro, miró
muy serio,
¡y luego, guiñando el ojo, se lanzó!
Ora sacudía su rizada cabeza,
ora saltaba endiablado con un solo pie,
como seta que levantara la pinaza
en la sombría y alarmada taigá.
En la hierba, medio litro tras medio litro
despilfarrábamos, uniéndonos cada vez más,
y aunque cayeran agujas de pino en el "aromatizado",
éste con ellas sabía mucho mejor.
Me sentía ser yo mismo,
respiraba con brío y facilidad,
y había en mi pureza y libertad tanta,
que muy lejos quedaba lo demás.

Me pidieron que recitara, y de nuevo
sentí yo en mi interior:
no tengo nada fundamental,
adecuado a esas gentes y a mí.
Pasando revista a mis versos
intente, acongojado, escoger.
Elección imposible,
o mejor, imposible comparar mis versos
con esas caras, pinos y hoguera.
Y Serionka, bajo el susurro del pinar,
la sien con tristeza en el instrumento,
los dedos apuntando las teclas,
preguntome por costumbre:
"¿Un vals?"
No comprendí, y en respuesta a ello
suspiró, tocando ofendido unos acordes:
"Creí que todos los poetas sabían
recitar con música, como nuestro Pasha..."
Recité yo algo...
Después vino Pável.
Miro altivo y señudo,
se arregló la correa marinera, de ancla adornada,
se desmelenó el copete, e hizo un gesto: !¡Tango!"
Y empezó a recitar sombrío...
Por encima de todos
miraba, tambaleándose como en tormenta.
Tiraba su mano de la vieja guerrera,
y hasta ondinas salían por los descosidos.
¡Olvidadme, parientes, hijos!
¡Olvídame gruñona esposa!
¡Soy joven! Partiré al amanecer
adónde me espera la radiante ELLA.
La besaré sobre la hierba,
le trenzaré coronas de orquídeas,
y por todas partes pregonarán el amor
nuestros heraldos, los abejorros de Mayo.
No habrá nubes tristes sobre nosotros,
ni culebras ni escorpiones en nuestro camino,
pero asteres de blanco peinado
nos seguirán cual damas de honor."

Callábamos, satisfechos, impresionados,
y sonreíamos, dóciles, radiantes.
"¿Qué, pega fuerte?" -triunfante dijo
Serionka,
y respondí sinceramente: "¡Pega fuerte!"

Y la "gruñona esposa"
nada gruñía ante este ataque.
Revolvía la sopa y callaba,
sumergida en su mundo de renuncias.
Concentrada en algo que no oíamos,
contemplaba los crepitantes maderos.
Y Pável hizo un gesto: "Maia,
¿qué haces ahí sentada? Recita los tuyos..."
Y Maia, quitándose los pendientes,
junto a él tan frágil y pequeña,
entró en el círculo, tímida, ocupó el centro,
y luego, con un signo al atento Sorionka:
"Sufrimientos."
Y empezó en voz baja:
"Ay vosotros, mis ojos, mis ojos,
cual es vuestra culpa no sé.
Mis lágrimas vertieron ora el padrastro
ora el hambre, ora la guerra.

Y como si alivio sintiera
de que llorara mis tormentos,
las vertía, estropeándome el alma,
mi amado e infiel esposo.

Mis ojos, pesados son de tristeza,
no son luceros, son simplemente ojos,
y nadie me compadece,
aunque vierta lágrimas de oro..."

Ocultando, por lo visto, su envidia de creador,
el esposo refunfuñó con el cigarro en la boca:
"Un atolladero... No es cierto, por lo que a mi respecta..."
Y Maia: "De acuerdo, recitará uno con desenlace..."

En la orilla misma, de pie, estaba Maia
ante la hoguera, iluminándose a su fuego,
los ojos levantados a las estrellas,
la mano dirigida al Angará:

"Angará, mi Angarusha,
¿A dónde vas? ¡Espera!
Soy cual pálido cabo de vela
sobre tu azul.
¿Recuerdas a un joven llamado Pashka?
Partió a lejanos viajes.
Y mi trenza que olía a ti,
él antes me trenzó.
¡Cuánta arena amarilla
se metió en mis zapatos!
¡Cuantas veces nos besamos,
sin que me saciara yo!
¿Dónde estáis ahora, zapatitos de moda?
¿Dónde estás tú, trenza-céfiro?
Huyó mi juventud
como de la estacada la cabra.
¡Angará mío, Angarusha,
qué deferencias me tienes!
Sobre ti, más blanca que lana -
¡recreo de la vista!- está la niebla.
Sobre ti pinos y abetos
y los inteligentes ojos del oso.
Como pequeños soles
acuden a ti los animalitos,
y vuelan patos y patitos
y alborotan los pajarillos,
sí, mas los labios bromas y bromitas
tiempo ha no pronuncian.
¡Soy como ardillita desgraciada
con sus dientes agrietados!
¡Soy como un cedro piñonero,
pero con el fruto cascado!
Angará mío, Angarusha,
adivina mi destino.
¡No olvides que soy generosa,
pero dame la juventud!
Te atraviesa un dique
coronado por bandera roja.
Atracaré suavemente en el dique
y le diré al dique así:
"Déjame pasar, dique,
con el agua turbulenta,
pero haz que al pasar, dique,
sea joven, jovencísima.
¡Brilla, brilla, dique,
a través de montañas y bosques!
Borra, borra, dique,
todas las arruguitas del rostro..."

¡Y querías recitar "con desenlace", Maia!
Te he comprendido, Maia...
El desenlace está
en que encendiste, serenando, el alma,
aquella luz que nosotros creamos.
Y yo pensaba aún en nuestra inclinación
por la poesía... ¡Oh, cuantas almas puras
se inclinan a ella sin ser estilistas,
sin ser "una pléyade de histéricas mujeres"!
Avergüenzan los versos falsos y vacíos,
cuando en todas partes -y en hogueras como ésa-
lee versos poco menos que toda Rusia,
y casi media Rusia los escribe.
Recuerdo un taxi moscovita,
una noche,
sorbiendo el mundo con los cansados ojos,
el viejo chófer, fumando en silencio,
me recitó sus versos sin aminorar la marcha:

"Pasó la vida... Cerraron los tiovivos...
Sí, y no sé yo qué hacer.
Yo habría podido, Serguiei Esenin,
si no en los versos, en la cuerda sustituirte!"
Y escriben, escriben, aún con sílabas retorcidas,
pero fruncir el ceño con desdén sería pecado,
y si Dios nos ha concedido algo, por poco que sea,
¡tenemos que escribir por todos, por todos!
Porque de la llamada grafomanía
revienta Rusia, sufriendo y gozando,
en secreto, callada o en voz alta,
¡pero hay que expresarse, expresarse a sí mismo!
Así pensaba yo, y culminando la fiesta,
cantamos canciones de lejana antigüedad,
y muchos otros cantos diversos,
y también ¿Quieren los rusos la guerra?"
Y cual centelleo negro de la taigá,
penetrando con ojos de Roberpierre,
palideciendo y penando, el búlgaro Tsanev
nos recitó sus frenéticos versos libres:

"¿Estoy vivo?
`Naturalmente...´ -tranquiliza- Darwin.
¿Estoy vivo?
`¿No lo sé...´ -sonríe Sócrates.
¿Estoy vivo?
`Hay que vivir´-grita Maiakovski,
y me ofrece su arma
para que compruebe si estoy vivo."

En derredor zumban frenéticos los pinos,
y la lluvia sibila rociando los rincones,
nosotros, muy juntos, como en un ataque,
cantamos al son de la guitarra de Márchuk:
"Pero si alguna vez
no consigo preservarme,
sea cual fuere la nueva batalla
que sacuda el globo terráqueo,
de todos modos caeré en aquella,
en aquella lejana
guerra civil,
y los comisarios de polvorienta gorra
se inclinarán en silencio sobre mí..."

Y acudiendo a nuestra canción en persona,
ante mí, -¡por enésima vez!-
con sus polvorientas gorras estaban
los comisarios,
fijándose ineluctablemente en nosotros.
Miraban severos, inmutables,
y pude oír que la Central tronaba
con majestad consciente sobre la falsa
y absurda majestad de la pirámide.
Y cual voluntad de la propia Rusia,
que no cambia ideas por palabras,
miraban Pushkin, Tolstóy y Lenin,
y la alocada cabeza de Stenka.
En el centelleo de la Central descubrí,
Rusia, tu maternal imagen.

Encorvada bajo el látigo tantos años,
hambrienta, descalza, desnuda,
anduviste sufriendo en nombre de la luz,
y como el amor, la luz penosamente conseguiste.

Quedan aún muchos esclavos en la tierra,
no han desaparecido todos los guardianes,
pero el odio es siempre impotente, si
no es contemplativo el amor, si lucha.

No hay destino más puro y elevado
que entregar la vida sin pensar en glorias,
para que todos los hombres tengan derecho
a decir de sí mismos: "No somos esclavos."

Bratsk-Ust-Ilim-Sujanovo-Zenezh-Brastk-Moscú


E. Evtushenko
La Central Hidroeléctrica de Bratsk
(Traducción de José Mª Guell)

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