El poeta doblemente muerto
Gregorio Morán
La sociedad a los poetas los prefiere muertos. Es un asunto que viene de siglos. En vida parecen un engorro, porque no sólo hay que alimentarlos, sino que en general tienen gustos raros; en algunos casos incluso caros, lo que ya es el colmo, pero sobre todo complicados, difíciles, singulares, intratables. La galería de raros de la poesía española moderna es verdad que tiene algún tipo simpático como García Lorca, también algún humilde como Miguel Hernández, pero predominan los de carácter atrabiliario, a lo Cernuda, o literalmente insoportables como Juan Ramón, sobre el que su propia esposa, santa Zenobia Camprubí, canonizable en su laicismo, se preguntaba cómo era posible un tipo tan perverso como su marido, el gran Jiménez; genial e inaguantable.
Habrá gente a quien el asunto le parezca divertido, pero no lo es.
Los poetas, en sociedades agresivas, pobres y cainitas -la nuestra, sin ir más lejos-, son personajes a la intemperie, sometidos más que cualquiera a la lucha por la vida, porque alimentan una dificultad congénita que es la de convivir y adaptarse a un mundo que expresamente los desprecia y los rechaza. El poeta en nuestra sociedad desempeña el papel que antaño representaban los músicos de bodas y banquetes; unos intérpretes que amenizan las fiestas para complacer al público que les paga y les jalea mientras dura el espectáculo.
Y cuando acaba, a su casa, a sufrir la sordidez de la necesidad y la rutina. Alguien me dirá que siempre fue así, y quizá sea cierto, pero entonces el poeta tenía garantizada casa y comida a poco esfuerzo que hiciera por ejercer de siervo y dando por descontado el talento, porque no había tanta competencia. Pero ahora se les pide mucho a los siervos poéticos. Se les exige en primer lugar que crean, y si no, al menos que disimulen. Yo recuerdo, por ejemplo, los años finales de Ángel González, un poeta al que estimo, y me da un cierto amargor evocarle bailando el agua a los señores; porque los de hoy no se llaman Duque de Lerma o de Olivares, sino el poder, el partido en campaña, el galardón ganado a pulso de saliva. ¿Alguien tendrá algún día el valor de hacer la lista de viajes y charlitas en los Institutos Cervantes del mundo entero? Seamos un poco crueles para ser precisos, ¿acaso un notable poeta como Antonio Gamoneda, que arrastró durante décadas, prácticamente toda su vida, una pobreza de público y de gloria, no debe este tardío reconocimiento a ser de León, por más que nacido en Oviedo, y compartir patronazgo con un presidente planetario?
Hoy voy a contarles algo de la historia de Javier Egea, no sólo por poeta excepcional sino porque me peta ahora que se van a cumplir diez años de su voluntaria muerte, y después de saber que al fin acaba de ser recopilada su vertiginosa obra. Fuera de Granada, su casi permanente lugar de vida, nacimiento y fin, y exceptuando la reducida, malévola y endogámica masonería envidiosa de los poetas, Javier Egea es un imperfecto desconocido (este es el momento en el que el enterado de turno se enerva y grita que él estuvo en el recital de Lleida en 1995 y en el de Barcelona de 1996). En más de una ocasión me ha tentado preparar una galería de raros a los que casi nadie hizo maldito el caso, y a los que tras su muerte les florecieron amigos y conocidos hasta el hartazgo. En el caso de Egea y Granada casi se ha convertido en una afición de la inteligencia local. Todos admiraban mucho a Egea, y todos le consideraban un gran poeta, el mejor, bastaba declamar alguna estrofa rotunda de Troppo mare, o ponerse estupendo con unos versos del Paseo de los tristes. Pero resulta que se murió, o más exactamente se voló la cabeza con su escopeta de caza, un 29 de julio que fue jueves. Y poco antes de llegar hasta ese punto irreversible hizo algo que su postinera familia y sus encumbrados colegas del verso y la veleta no le perdonarán nunca: redactó de su puño y letra un testamento legando sus bienes -un millar y pico de libros, y otro tanto de manuscritos y papeles- a su novia más querida, al tiempo que le hacía un guiño de despedida a su amigo más veterano. De tal modo que la heredera del legado de Javier Egea, gran poeta, pasó a manos de Helena Capetillo, enfermera, quien a su vez confió todo lo referente a concesión de derechos de publicación, al amigo veterano, Pio Alcántara, cartero.
Todo el desdén y la desconfianza que abrigaba Javier Egea hacia sus colegas del gran gremio de poetas de Granada, incluida su nada poética familia, quedó patente en ese gesto. No daban crédito a lo ocurrido. Podían pasar por el suicidio a los 47 años -son cosas afines al riesgo de la angustia del creador-, podían admitir que el vate llevaba años muy distante de las preocupaciones de sus compañeros generacionales, incluso que su radicalidad de raíz -rasgo siempre a tener en cuenta en el caso de Egea- le hacía difícil de tragar después del reto que había supuesto su Raro de luna (1990), último libro publicado, apabullante combinación de exquisitez formal y hallazgos rítmicos. Se podía también entender la deriva alcohólica hasta el borde del delirio, su escaso interés por integrarse en las subvenciones que se ganaban a pulso de favores de diputaciones y premios de cajas de ahorros. Pero que se matara sin dejarles la oportunidad de manejar sus restos, sería algo que habrían de pagar la enfermera y el cartero en forma de ofensas, insidias, calumnias y procesos, hasta llegar incluso a aprobar la detención de la novia legataria por la desaparición de un par de cajas de libros del difunto.
Que el poeta más brillante de Granada desde García Lorca estuviera bajo la custodia de una enfermera y un cartero se entendió como una provocación, la última y definitiva de Javier Egea hacia las instituciones granadinas, amplias de subvenciones pero cortas de luces y de aliento. Porque Granada es ciudad de poetas, desde siempre, y algunos buenos, y los poetas muertos son un bien amortizable para los vivos, no sólo en enseñanzas sino sobre todo en prestigio.
El joven Egea había formado parte de un trío que se presentaría en sociedad, hacia 1982, como “la otra sentimentalidad”, un guiño al gran y último don Antonio Machado en su Juan de Mairena. Un grupo nada compacto formado por Luis García Montero, Álvaro Salvador y el propio Egea. Frente a lo que la gente suele creer, la historia es muy importante en la poesía. En octubre de 1982, se había producido en España la victoria absoluta del Partido Socialista, y “la otra sentimentalidad” se situaba entonces en posiciones más críticas y a su izquierda. Una de esas plumas siempre agradecidas a los jefes de la parroquia granadina, Fernando Valverde, escribiría a modo de curioso balance generacional: “Mientras García Montero y Salvador obtenían reconocimiento público, Egea prefirió convertirse en una especie de poeta maldito, alejado de cualquier academicismo”. Fíjense en la señal: “Egea prefirió convertirse en una especie de…” Con esta reflexión ya puedes hacerte cargo del Festival de Poesía de Granada. Detrás de todo mediocre -poeta o periodista- hay un vampiro.
Atento conocedor de su inminente muerte, Javier Egea intuyó lo que vendría, a la manera que lo hacen los suicidas; conscientes del lío que armarán pero seguros de que el tiempo les dará la razón, si es que hay caso. Preparó una antología de toda su obra que tituló a la manera de su adorado Góngora, Soledades, pero la voluntad de sus devotos albaceas -la enfermera y el cartero- no pudo vencer la incompetencia y el miedo del editor que la contrató. Luego advirtió que no quería “que se le utilizase”, cosa que ronda lo imposible tratándose del mundo de la pluma. Hubo incluso quienes promovieron libros y clubs en la esperanza de sumar su magra obra a la aparición de inéditos del muerto. Al fin, el jueves de la semana pasada se presentaron en Granada cuatro volúmenes con la obra completa de Javier Egea, compilados por Pio Alcántara y Juan Antonio Hernández, en edición artesana de cuatro ejemplares.
Cuatro volúmenes y cuatro ejemplares; un testimonio que trata de superar la doble muerte del poeta español más interesante, en mi opinión, del último tercio del siglo XX. Una edición en la que asoma de un modo sarcástico la pretensión del autor en el que fue probablemente su último poema: “Me desperté de nuevo entre dos sombras…”
La Vanguardia 27 de junio de 2009. "Sabatinas intempestivas"
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