LA FORTUNA Y LA GRACIA
Dicen muchas personas que transcurre deprisa, igual que un sueño, volando. Pero no es verdad. Lento, siniestro, turbio como el lodo y siempre repetido: así pasó mi tiempo, nuestro tiempo Otras gentes, en otros lugares, pueden pensar de modo distinto. Y también aquí, si son privilegiados, conformistas o cretinos.
En este país, en los últimos cuarenta años, los que desde el comienzo de la dictadura estuvimos empeñados en cambiar la situación -cada cual a su modo y en la medida de sus fuerzas- nos hemos ido acostumbrando a la lentitud. Después de espejismos fugaces y de ilusiones fallidas, está claro que una situación democrática real va para largo, que muchos de nosotros no la veremos, pero que hay que seguir actuando para que algún día se acerque a la realidad. Nadie regala nada.
Hablo de estas cuestiones para explicar que el oficio, juego o pasión de escribir poesía, me ha procurado, en este tiempo, un placer, un consuelo, una expansión y un reencuentro conmigo mismo y con otra mucha gente. Escribir me ha ayudado a vivir, a estar alegre entre tanto desastre y tanta miseria real y moral, entre tanta mediocridad y cobardía. Gracias a la poesía, he podido dar rienda suelta a mi innata mala leche y, empleando la sátira o la ironía, decir cosas que de otro modo no me hubiesen dejado publicar jamás.
El desafío de una página en blanco, la lucha por dar el tono adecuado a cada poema, el hallazgo, por trabajo o por suerte, de la expresión o de la palabra deseada, sólo puedo compararlos a las emociones del cazador furtivo, a las pintadas subversivas en las paredes nocturnas o al llamado amor pecaminoso, al buen amor: estado agudísimo de tensión, alerta todos los sentidos, dispuestas todas las tretas y facultades. Porque este oficio, aparte de su ejecución posterior, lenta y llena de dificultades, aunque también de satisfacciones, y que se materializa en la redacción final de cada poema, actúa como una droga estimulante que concede el valor necesario para retar a la lentitud del tiempo y a la rapidez del olvido.
Hace poco, un entrevistador de esos que llaman hispanistas y que no se caracterizan por su sagacidad y menos aún por su originalidad, me preguntó si yo, de volver a nacer, quisiera ser otra vez poeta. Aunque no creo en los hispanistas ni en las reencarnaciones, contesté que, en tal improbable renacimiento, sí me gustaría ser poeta, pero en otro país, en otro tiempo y rodeado de otra clase de gente. Luego pensé que si tonta había sido la pregunta, tonta e ingenua fue también mi respuesta, ya que el nefando vicio de escribir poesía ha estado, está y estará siempre mal visto en todas partes y en todas las épocas, a no ser que el perpetrador de poemas se halle a sueldo del sátrapa de turno, o tolerado por el poder establecido, o bien se trate de un poetastro que no moleste a nadie con sus trinos. Por estas razones pienso ahora que me quejé por quejarme, que a otros escritores les ha ido mucho peor que a mí en el baile, desde los Faraones hasta aquí, que estar vivo y en la calle ya es algo, que sólo tengo esta vida y que pienso seguir divirtiéndome y escribiendo todo lo que tenga ganas, sepa, pueda y me dejen publicar.
En fin, y volviendo al hecho de la creación literaria, que me interesa más aún que la política, quiero señalar tres normas que he procurado fueran una costumbre en todos mis poemas. La primera es no confundir los buenos sentimientos con la buena poesía; así les ha ido a los que no han sabido o podido matizar tal distinción. La segunda consiste en no caer en cualquier tipo de formalismo temático que vuelva los escritos muy parecidos los unos a los otros y no sólo del mismo autor, lo cual con ser grave es moneda corriente entre nosotros, sino también los debidos a distintos pero coaetáneos autores, víctimas merecidos de la moda de cualquier momento. Y la tercera es emplear, además del oficio, el artificio, la malicia literaria que sea capaz de sorprender y captar la atención de los demás y, en definitiva, de emocionarles y divertirles.
El resto, si le hay -brillantez, lenguaje, propio, innovación continua-, es problema y trabajo de cada quien, y eso lo percibe pronto un lector sensible; y si no lo hay, adiós muy buenas.
Que el mal tiempo no se demore tanto en escampar y que el olvido frene sus prisas, es la fortuna y la gracia que para todos vosotros y para mí y mis poemas deseo.
En este país, en los últimos cuarenta años, los que desde el comienzo de la dictadura estuvimos empeñados en cambiar la situación -cada cual a su modo y en la medida de sus fuerzas- nos hemos ido acostumbrando a la lentitud. Después de espejismos fugaces y de ilusiones fallidas, está claro que una situación democrática real va para largo, que muchos de nosotros no la veremos, pero que hay que seguir actuando para que algún día se acerque a la realidad. Nadie regala nada.
Hablo de estas cuestiones para explicar que el oficio, juego o pasión de escribir poesía, me ha procurado, en este tiempo, un placer, un consuelo, una expansión y un reencuentro conmigo mismo y con otra mucha gente. Escribir me ha ayudado a vivir, a estar alegre entre tanto desastre y tanta miseria real y moral, entre tanta mediocridad y cobardía. Gracias a la poesía, he podido dar rienda suelta a mi innata mala leche y, empleando la sátira o la ironía, decir cosas que de otro modo no me hubiesen dejado publicar jamás.
El desafío de una página en blanco, la lucha por dar el tono adecuado a cada poema, el hallazgo, por trabajo o por suerte, de la expresión o de la palabra deseada, sólo puedo compararlos a las emociones del cazador furtivo, a las pintadas subversivas en las paredes nocturnas o al llamado amor pecaminoso, al buen amor: estado agudísimo de tensión, alerta todos los sentidos, dispuestas todas las tretas y facultades. Porque este oficio, aparte de su ejecución posterior, lenta y llena de dificultades, aunque también de satisfacciones, y que se materializa en la redacción final de cada poema, actúa como una droga estimulante que concede el valor necesario para retar a la lentitud del tiempo y a la rapidez del olvido.
Hace poco, un entrevistador de esos que llaman hispanistas y que no se caracterizan por su sagacidad y menos aún por su originalidad, me preguntó si yo, de volver a nacer, quisiera ser otra vez poeta. Aunque no creo en los hispanistas ni en las reencarnaciones, contesté que, en tal improbable renacimiento, sí me gustaría ser poeta, pero en otro país, en otro tiempo y rodeado de otra clase de gente. Luego pensé que si tonta había sido la pregunta, tonta e ingenua fue también mi respuesta, ya que el nefando vicio de escribir poesía ha estado, está y estará siempre mal visto en todas partes y en todas las épocas, a no ser que el perpetrador de poemas se halle a sueldo del sátrapa de turno, o tolerado por el poder establecido, o bien se trate de un poetastro que no moleste a nadie con sus trinos. Por estas razones pienso ahora que me quejé por quejarme, que a otros escritores les ha ido mucho peor que a mí en el baile, desde los Faraones hasta aquí, que estar vivo y en la calle ya es algo, que sólo tengo esta vida y que pienso seguir divirtiéndome y escribiendo todo lo que tenga ganas, sepa, pueda y me dejen publicar.
En fin, y volviendo al hecho de la creación literaria, que me interesa más aún que la política, quiero señalar tres normas que he procurado fueran una costumbre en todos mis poemas. La primera es no confundir los buenos sentimientos con la buena poesía; así les ha ido a los que no han sabido o podido matizar tal distinción. La segunda consiste en no caer en cualquier tipo de formalismo temático que vuelva los escritos muy parecidos los unos a los otros y no sólo del mismo autor, lo cual con ser grave es moneda corriente entre nosotros, sino también los debidos a distintos pero coaetáneos autores, víctimas merecidos de la moda de cualquier momento. Y la tercera es emplear, además del oficio, el artificio, la malicia literaria que sea capaz de sorprender y captar la atención de los demás y, en definitiva, de emocionarles y divertirles.
El resto, si le hay -brillantez, lenguaje, propio, innovación continua-, es problema y trabajo de cada quien, y eso lo percibe pronto un lector sensible; y si no lo hay, adiós muy buenas.
Que el mal tiempo no se demore tanto en escampar y que el olvido frene sus prisas, es la fortuna y la gracia que para todos vosotros y para mí y mis poemas deseo.
LA DECISIÓN
Durante estos últimos meses he venido comprobando la veracidad
de una sospecha bastante bien fundada
que me ha inquietado siempre desde que era tan sólo
un malévalo niño huerfanito
sospecha que apartaba de vigilias y sueños
mediante copiosas duchas frías
ejercicios gimnásticos y firmes y ostentosas manifestaciones
de aparente clarividencia interpretando textos
redactando largos ensayos o recitando entera
la clasificación de los mamíferos
y era tal la sospecha que yo era un ejemplo
un caso nítido de retraso mental.
Prescindiendo de hechos ya lejanos que no quiero escribir
porque me ruboriza un tanto recordarlos
o inconfesables hábitos que he estado practicando
a escondidas de la gente honorable
y ciñéndome ahora a mi estado normal de estupidez
probada y progresiva
consigno aquí que no he entendido nunca la estima
en que me tienen y pienso en que se deba
a que mis vecinos desconocian muchas cosas concretas de mi vida
privada como valga el caso
que me paseo en cueros por las habitaciones y me contemplo
en los espejos en extrañas posturas
haciendo contorsiones para verme y palpar mi columna
a fin de asegurarme de una vez más de que no tengo rabo
que ciertos y ridículos poemas me emocionan al punto
de provocarme un llanto desmedido
que me arranco los pelos de las cejas cuando leo
en la prensa noticias tan corrientes
como que en Venezuela una muchacha fue salvajemente
violada por su propio y despechado clítoris
que leer entrañable me hace pensar en las
carnicerías lo cual es grave porque soy lipotímico
que después de quitarle el sonido al televisor saco la
lengua a las autoridades naturalmente norteamericanas
que vendo los libros que me regalan los amigos
sin arrancar siquiera la página de la dedicatoria
o que me pongo a morir si me hablan seriamente
del problema de la vivienda.
No sé por cuanto tiempo consiga mantener
esa ficción horrible
pues aunque voy por la calle procurando no llamar
la atención y pago los impuestos
y me abstengo de abrazar a los guardias de tránsito
y de orinar un poco en cada esquina
he comenzado a observar ciertas miradas
torvas entre los transeúntes
ciertos movimientos detrás de las ventanas que no logran
ocultar cortinas ni visillos
lo cual unido a que al verme pasar algunas madres
llaman desaforadamente a sus hijitas
y las encierran rápidamente a golpes en sus casas
sin más explicaciones
me induce a presentir que ha llegado el momento de tomar
una dolorosa decisión largamente pensada:
me mudaré de barrio un año de estos.
José Agustín Goytisolo Del tiempo y del olvido EL BARDO Barcelona 1977
El 19 de marzo de 1999 José Agustín Goytisolo, a través de la ventana de su casa, se mudó de barrio.
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