miércoles, 20 de agosto de 2008

MENTIRAS

Más de cien mentiras

¿Qué sucede con la izquierda cultural, la de los escritores, la de los dramaturgos y poetas, la de los músicos, ensayistas y periodistas, cuando deja de estar en la trinchera, cuando se le abren las puertas del reconocimiento, de las televisiones, de los consejos de redacción? Este es un artículo sobre lo que podría estarle ocurriendo hoy a cierta izquierda cultural en nuestro país. Me impulsó a escribirlo el debate que suscitó la publicación de mi última novela, en donde planteo la posibilidad de defender la revolución cubana. Un debate marcado por la ausencia de argumentos, como si Cuba, igual que la crítica de la economía de mercado o la explotación, fuera sólo uno de esos temas a los que una parte de la izquierda ha renunciado y entonces qué, ¿por qué lucha esa izquierda? ¿qué defiende? ¿para qué se sigue llamando izquierda? A partir de esas preguntas surgió la siguiente historia.
"Tenemos urgencias, amores que matan, tenemos silencio, tabaco, razones, tenemos Venecia, tenemos Manhattan, tenemos ceniza de revoluciones", cantaba Joaquín Sabina en el año 94. Más de cien mentiras, se titulaba la canción y había en ella, me parece, la voluntad de dar cabida, como en un himno laico, si esto es posible, a un determinado grupo social sin duda significativo. Un grupo que tenía el lujo de no tener hambre, que se encontraba cómodo con ciertas referencias -guerras de Macondo, gángsteres de Coppola-. Dueño de un alma en oferta que nunca vendimos, ese grupo era tal vez parte de la izquierda cultural de este país y, como en la canción, fue aprendiendo, cosa curiosa, a hacer de no tener ninguna bandera su bandera. Más de cien pupilas donde vernos vivos, más de cien mentiras que valen la pena. ¿Quién puede discutir esto? ¿Quién no desea y a veces necesita y sabe como consuelan las mentiras de amor o de camaradería, las mentiras de azares y risas y noches que valen la pena?
Ese grupo cantó aquella canción y han seguido pasando los años. Ahora quizá ya no tenemos tabaco y tal vez aquel alma en oferta, en algún rato malo, la vendimos.
Porque ese grupo, esa parte de la izquierda cultural, ocupa, ocupamos, si no todos, muchos de los espacios del discurso público. Queríamos hacer algo. Teníamos miedo a las grandes palabras, teníamos miedo a las frases dichas en voz alta pero, aun si fuera en voz baja, queríamos hacer acaso algo más que repetir e impartir hasta el cansancio la lección de que no hay que dar lecciones.
Creíamos que, por confusos que los demás dijeran que estaban los tiempos, sí había una diferencia entre la izquierda y la derecha.
Once años antes de que Sabina cantara su canción, Raymond Williams había escrito sobre las movilizaciones relativamente grandes en torno a temas como el pacifismo, los derechos de los homosexuales, los derechos de las mujeres. "Se produce una aparente asimetría entre estos avances reales", decía Williams, "y las persistentes mayorías de otro tipo: conservadoras (en más de un partido), consumistas (...) No es momento para el desencanto o las recriminaciones", seguía, "Lo único que importa es entender cómo puede suceder esto, y de hecho no es nada difícil entenderlo Todas las presiones decisivas del orden social capitalista se ejercen en una gama muy estrecha y a un plazo muy corto. Hay un empleo que conservar, una deuda que pagar, una familia que mantener. (...) Incluso los planteamientos que obtienen una respuesta más amplia quedan marginados cuando se enfrentan con este núcleo duro de lo social. Además, lo que generalmente se experimenta dentro de él, ya que está allí para que así sea vivido, es una prudencia, un abanico de intereses a la vez prácticos y limitados, una renuncia a dejarse perturbar, una contabilidad cauta y unos cálculos a muy corto plazo".
La izquierda de los cien motivos pensaba que, más allá de los hermosos gestos en donde no resulta difícil coincidir con la derecha, era posible trabajar sobre el núcleo duro de lo social, haciendo que el miedo fuera menor, haciendo que las causas del miedo, la voracidad, el modo de producción, poco a poco se transformaran y desaparecieran.
Volviendo a las canciones, en 1979 Silvio Rodríguez preguntaba: "¿Dónde pongo lo hallado en las calles, los libros, las noches, los rostros en que te he buscado?". Es una pregunta importante porque la izquierda, al menos la izquierda cultural, en el camino de buscar esas cien palabras que la distinguieran de la derecha, encontró algunas cosas que a lo mejor no sabe dónde poner. Hemos ido llenándonos de cosas: columnas, secciones, contratos, tribunas, trabajos con productoras, con editoriales, programas en los medios, amigos que no imaginamos, aliados que tampoco imaginamos.
Quizá fue entonces cuando parte de esa izquierda vio que podía no seguir andando, que todo el mundo se para alguna vez y acaso ella también podría detenerse. Y lo hizo. Se detuvo. Olvidó que los derechos humanos, en los que tan sencillo era coincidir con la derecha, fueron y son fruto de una legitimidad revolucionaria. Olvidó que podía resultar hipócrita y sangrante llenarse la boca con esas dos palabras, derechos humanos, desde países en donde se daba por sentado que, en la práctica real, los derechos eran cuestión de suerte o de éxito, en países donde la única ley universal que en verdad estaba vigente era la ley de sálvese quien pueda. Olvidó que hay una isla, a la que tan falso y tranquilizador resultaba arrumbar llamándola "dictadura de izquierdas", una isla en donde se luchaba precisamente porque los derechos humanos fueran en verdad derechos y no privilegios ejercidos sobre el fracaso de otros. Una isla en donde se nos recordaba que nada de lo que aquí disfrutamos tiene sentido ni es justo si, en palabras de Santiago Alba, "su disfrute no es formal y materialmente universalizable".
Puestos a olvidar, cierta izquierda cultural española olvidó también algunas cosas como la independencia de los medios de comunicación y la necesidad de reclamar esa independencia aunque sólo fuera en forma de tensión, de reivindicación permanente que incidiera en la legitimidad. Ocurrió entonces que en un medio que se autotitulaba independiente, El País, un crítico literario, Ignacio Echevarría, osó criticar una novela publicada por una editorial, Alfaguara, de la que era propietario el mismo grupo dueño del periódico. El crítico fue bloqueado y la izquierda cultural permaneció callada. ¿Qué le importaba la crítica, el valor, el ejercicio del discernimiento? ¿Para qué lo quería la izquierda cultural ahora, ahora que ya había llegado? ¿Por qué no iba a decir ahora la izquierda cultural, como otros habían hecho antes que ella, decir, aunque fuera por omisión, "disparen sobre el crítico" o el mejor crítico literario es el crítico muerto?
Y en los días más largos la izquierda cultural amanecía sobre sus propias contradicciones, pero ya no podía verlas, y se encontraba de pronto argumentando sobre excepciones culturales sin atreverse a argumentar que la razón de que esas excepciones fueran necesarias era precisamente la regla, era la regla de la economía de mercado lo que la izquierda cultural no quería para ella misma, para sus productos, para sus obras, y sin embargo había renunciado a discutir para el resto.
Parece que fue así, parece que una parte de la izquierda cultural se detuvo, o nos detuvimos. Porque lo cierto es que hoy, que estamos en tantas partes, sigue presente la impresión que tenía Raymond Williams. Avances reales en algunos asuntos, pero conservadurismo, prudencia y miedo en el núcleo duro de lo social. ¿Por qué cuando tenemos casi todas las columnas, casi todas las tribunas, los libros, la música, no es éste un país donde se esté debatiendo el núcleo duro de lo social? ¿Por qué las más de cien mentiras dejan de ser un símbolo y se convierten en una realidad cuando se habla de Cuba, cuando se habla de Palestina, cuando se habla de Bolivia o de Venezuela?
Es una grave mentira afirmar que los 75 dididentes cubanos, condenados por atentar contra la independencia del Estado cubano y por colaborar con la Ley Helms Burton, fueron a prisión por "pensar distinto", como se afirma desde la derecha. Es una grave mentira de entre otras muchas que circulan y que la izquierda oye en silencio, pero el silencio a veces suena y trae palabras que no estaban en la canción, a lo mejor cansancio, rendición, abandono.
Si la izquierda cultural no quiere que le pidan banderas, ni proyectos, si estamos tan cansados y las cenizas nos impiden ver, quizá al menos podríamos, junto a las cien mentiras, buscar unas pocas verdades pequeñas, escritas con minúsculas. Verdades que están en los documentos. Verdades que la izquierda cultural a veces conoce y olvida, y otras ni siquiera se toma el trabajo de buscar y de encontrar.
LLámese cobardía a esta esperanza es el título de un interesante libro de Günther Anders. En ese filo siempre, queriendo que sea sin cobardía y con esperanza, a veces pensamos que aún hay tiempo. Que además de cinismo, locura, deseo, que además de garitos, moteles, pudores, que además de la niebla metida en los huesos tal vez vaya llegando el tiempo, otra vez, de sacar a Beltorlt Brecht de las estanterías, de poner en práctica sus instrucciones acerca de cómo vencer los cinco obstáculos para decir la verdad. Pensamos que aún hay tiempo y recordamos, con Brecht, que nuestra discordia complace a la derecha.
Pero si no la hubiera, si ya no hubiera tiempo y fuera ya tan tarde. Si hubiéramos encontrado demasiadas cosas en el camino como para dejarlas unos minutos, como para olvidarlas durante esos pocos minutos que lleva el trabajo de contrastar los datos que se publican. Si las cien mentiras fueran nuestro único objetivo y los cien motivos para no cortarse de un tajo las venas, nuestro propósito; si no fuese a importarnos nunca más la extrañeza de coincidir, de en tantas causas y proyectos y juicios coincidir con la derecha. Entonces, si fuera ya tan tarde, esa izquierda cultural que no quiere banderas, ni revoluciones, que teme a las verdades aunque sean pequeñas y al autoritarismo, entonces esta izquierda tal vez pudiera hacer un acto libertario, pues pienso que libertario acaso sea una palabra a la que no tememos todavía.
Entonces, tal vez, acaso pudiéramos ceder un 5% de nuestros espacios, una columna o dos al año, una tribuna libre o dos, un rato o dos en los programas, diez páginas de un libro a la otra izquierda que también existe, que trabaja en colectivos de muy distinta clase, que aun se preocupa por el núcleo duro de la explotación y que, además de las cien mentiras que le consuelen, busca tres o cuatro pequeñas verdades para no traicionar.

Belén Copegui. El Mundo [Madrid], 16 de noviembre de 2004, págs. 4-5; La Jiribilla [La Habana], III.194 (22/28 enero 2005)[=www.lajiribilla.cu]; material crítico ICILE Ediciones Loslibrosde Octubre Granada 2007, págs. 69-75

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