Más o menos lo mismo puede decirse de los “enterradores” de papel, esos periodistas y escritores que tienen preparado de antemano el texto que publicarán, lleno de regocijo bastardo, a la muerte del ilustre. No encuentran otra manera de amistarse con el muerto que llorar con palabras falsas y lágrimas de cocodrilo por la memoria de quien acaba de morir, el mismo al que le negaron el pan y la sal (y, además, lo amargaron) durante muchos años de su vida. Comprendo que el “obituario” o “necrológica” sea un “gran género periodístico”, como me dijo el otro día, encantado de conocerse, uno de esos obscenos “enterradores”, pero que esos mismos traficantes de cadáveres ilustres tengan a gala ser los primeros que elogian al muerto cuando en vida lo han convertido en un San Sebastián a flechazos y silencios, me parece un sarcasmo amoral y antiestético, muy propio de esos sepulcros que se blanquean como el dinero robado: llorando por los muertos en una elegía urgente que deja tras de sí un reguero de escandalosa desvergüenza.
Hay, en los últimos tiempos, “enterradores” para todos los gustos. Y hay, porque en la moda hay de todo, también quien busca con desesperación asmática el título de “enterrador mayor del Reino de España”.
[…]
Pero ¿cómo van esos traficantes, perillanes y “enterradores” profesionales a entender de ética, estética y respeto? No importa quién gane con esta obscenidad. Al traficante no le interesa más que su conveniencia y su beneficio.
K.
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