martes, 12 de enero de 2010

Papeles (II)



[...] Me detuve delante del secreter, inutilmente boquiabierto y sin duda con un aire grotesco. Pues, ¿qué podía decirme el escritorio después de todo? Para empezar estaba cerrado y, además, seguramente no contenía nada que pudiese interesarme. Apostaba diez a uno a que la anciana había destruido los papeles y, aunque no fuese así, la astuta mujer nunca los guardaría allí después de haberlos sacado del cofre verde; no los habría trasladado, si lo que quería era tenerlos a buen recaudo, a un escondite peor. El secreter llamaba más la atención, era un lugar más expuesto en una habitación que ella ya no podía custodiar. Se abría con una llave, pero tenía también un pequeño tirador de latón como un botón: lo vi al pasar la lámpara. Hice algo más, en el clímax de mi crisis; consideré la posibilidad de que la señorita Tina de veras quisiera revelarme algo. De lo contrario, si no deseaba que me acercase, ¿por qué no había cerrado la puerta que comunicaba el gabinete con la sala? Eso habría sido una señal definitiva para indicarme que me olvidase de los papeles. Si no lo indicaba era porque quería que yo entrase, por alguna razón... una razón que en ese momento se manifestaba mediante la sutilísima insinuación de que, para ayudarme, había dejado abierto el secreter. La llave no estaba puesta, pero la tapa se abriría probablemente si tocaba el botón. Urgido por esta posibilidad, me incliné para comprobarlo. No tenía intención de hacer nada, ni siquiera, ni mucho menos, de bajar la tapa. Sólo deseaba comprobar mi teoría, ver si el secreter estaba abierto. Rocé el tirador con la mano -lo sabría con sólo tocarlo- y volví la cabeza por encima del hombro. Fue puro azar, puro instinto, puesto que no había oído nada. Casi se me cae la lámpara de las manos, y di un paso atrás sobresaltándome ante lo que vieron mis ojos. Allí estaba Juliana, en camisón, junto a la puerta de su dormitorio, observándome. Tenía las manos levantadas y se había retirado el eterno velo que le cubría la mitad del rostro; y por primera, por última, por única vez pude contemplar sus extraordinarios ojos. Me deslumbraron: eran como el fogonazo de una lámpara de gas que sorprende a un ladrón in fraganti; sentí una vergüenza atroz. Jamás olvidaré su extraña figura, encorvada y vacilante, la cabeza alta, su actitud, su expresión; como tampoco olvidaré el violento y ardiente bufido que me lanzó mientras me daba la vuelta:
-¡Ah, editor sinvergüenza!
No sé qué explicación o qué disculpa balbucí; pero me acerqué a ella para decirle que no tenía intención de hacerle ningún daño. Me apartó con las manos marchitas y retrocedió llena de horror; al momento, con un rápido espasmo, se desplomaba en los brazos de la señorita Tina, como si la muerte se hubiese abatido sobre ella.
[...]
Henry JAMES Los papeles de Aspern Alba Editorial Barcelona 2009 Traducción de Catalina Martínez Muñoz Págs. (137-138)

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