sábado, 30 de enero de 2010

SOMBRERO


HAZAÑA DE SOMBRERO

Un sombrero fue el protagonista de este divino sueño inencontrado.
Desde un andamio demasiado alto de una casa en obras lo veía caído abajo, en medio de la calle, esperando a pie firme la hora próxima de una cita exacta. Estuvo a punto de perecer varias veces bajo varias ruedas de automóvil. La brisa de la tarde le libertó de una colilla de cigarro que hubiera terminado perforándole el ala. Un escupitajo cayó tan cerca de él, que le salpicó, aunque sólo de un modo muy ligero. El fino zapato de ante de una muchacha rubia le rozó suavemente, y yo vi al sombrero que se estremecía hasta la copa, dolorido de un sexo formado como por asociación de úlceras recientes.
Anochecía, cuando apareció en una esquina un hombre destacado. Atravesó con presura la calle, y, al pasar junto al sombrero, se agachó disimuladamente, lo recogió del suelo y se lo ladeó sobre la oreja izquierda. Luego se perdió más abajo, entre la muchedumbre constituida a aquella hora exclusivamente por oficinistas y obreros recién salidos del trabajo.
Salté hasta el balcón, la tomé del brazo, y salimos juntos, sin que una sola palabra se cruzara entre nosotros.
La llevaba de la mano como a niña de seis años, cuando tenía ya más de cuarenta. La aupaba a los tranvías sin grandes esfuerzos; la arrastraba más que acompañarla, porque a pesar de su obesidad indiscreta, era tan baja, que no pesaba -o a mí me lo parecía por lo menos- casi nada.
Caminamos así durante varias horas a través de la ciudad. Al final de una calle, pequeña, pero tan ancha, que, a aquella hora sobre todo, tomaba aires provinciales de plaza, estaba la sombrerería que buscaba.
Lo reconocí rápidamente, por su cara de suicida y por una imperceptible quemadura de cigarro junto al lazo. Ella se oponía a ponerse aquel sombrero de hombre, alegando que era un sombrero de hombre. Yo traté inutilmente de convencerla de lo arbitrario de una teoría que quería diferenciar sexos ya bien diferenciados. Abusando únicamente de mis fuerzas, logré ponerle el sombrero, que, como le estaba algo estrecho, le congestionaba cruelmente el rostro y le alargaba aún más las arrugas de la frente.
Debí de hacerle mucho daño, porque cuando salimos de la sombrerería lloraba.

Al amanecer del día siguiente era encontrado en una alameda de las afueras el cadáver de una niña de seis años. Llevaba puesto un sombrero de hombre, sujeto por un grueso alfiler, que, perforándole ambos parietales, le atravesaba la masa encefálica.
Agustín ESPINOSA (1897-1939)

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