viernes, 16 de mayo de 2008

HINCAR EL DIENTE

"... Queríamos sacar un primer cuaderno con poemas de Javier [Egea] que están recogidos algunos en libro, otros en antologías, también inéditos. Todos tienen una significación importante bien porque se trata de manuscritos, bien porque son copias a máquina de algún poema del Paseo de los Tristes, o por que están escritos en servilletas... ".

Extraído de: entrevista de Nieves Chillón Gázquez para La Opinión de Granada, a Javier Benítez Láinez.
javierbenitezlainez.com/laopinion.pdf

Extraordinario. ¡Qué rigor! A partir de ahora téngase:

Libro del Buen Amor
Libro del Desasosiego
Libro de las Servilletas de Bares y Tabernas



Pero escuchemos al poeta:

... Y recuerdo también que aquel hidalgo
al supuesto importuno caso hizo
y se inventó los motes y los versos
y los sonetos y los desatinos
con que a la mayor gloria de las letras
glorificó para los que aprendimos
que escribir es ficción, mas no farfolla,
no paja, orgasmo sí, puente tendido
entre dos realidades y una sola
cuartilla blanca que mandó el destino...

Javier Egea

Extraído de: Javier Egea: La voz que regresa para quedarse. el fingidor revista de cultura número 29-30 pág. 40 julio diciembre 2006. Universidad de Granada


1 comentario:

kruskaia7 dijo...

El hombre que no quiso ser jueves
Juan Carlos Rodríguez


¿Por qué alguien decide dejar de respirar? Muchas veces discutíamos. Discutíamos sobre literatura, aunque sería más justo decir que nos atravesábamos en los caminos de la poesía como género estricto. Para Javier lo que no fuera poesía no existía. Siempre nos unió el azar. Hace un par de semanas lo encontré (también por azar) tomando unas cervezas con Elena, su última compañera, al lado de mi casa. Yo había salido a comprar los periódicos. Nos reímos mucho. Javier tenía unos reflejos rapidísimos para saber reírse de todo, porque se reía de si mismo continuamente. Siempre fue triste. Allí, en la barra del bar, viendo como se miraban él y Elena, me marché tranquilo para casa. Me dijeron que se iban una semana a Barcelona y él se imponía a sí mismo la voluntad de vivir. Algo difícil, cuando lo has perdido todo, como él creía haberlo perdido. Quizá ese todo empezó a principios de los 80, con la Otra sentimentalidad. Cierto. Pero también es cierto que nuestra relación empezó un poco antes. Cuando me encargaron hacer una historia de la poesía granadina de posguerra descubrí a un poeta asombroso. Quisquete tenía una potencia poética que llamaba la atención de inmediato. Quizá era una escritura excesiva que no sabía muy bien aún lo que decir. Eso ocurrió hace más de veinte años. ¿Veinte años no es nada? Durante todo ese tiempo mantuvimos una pelea a brazo partido en torno a la poesía. La poesía era algo más que técnica y que lenguaje. Le cité a Borges: la poesía, afortunadamente, además de ser poesía, es otra cosa. Se quedó callado y se marchó a la Isleta del Moro, en Almería, y me trajo el Troppo Mare, esa maravilla única, trabajada al milímetro y cuyo título elegimos entre los dos. Ya había escrito Paseo de los tristes, ese otro milagro en que las musas lo atraparon trabajando, un libro con el que ganó el premio Juan Ramón Jiménez y donde dijo algunas de las mejores cosas en poesía. Luego la Otra sentimentalidad y la izquierda que soñábamos se vinieron abajo. También se vino abajo poco a poco la realidad vital de Javier Egea, cuyo modo de decir estaba muy unido a esos planteamientos colectivos y cotidianos. Así dejamos de vernos en La Tertulia y cada uno encauzó su vida como pudo, tanto Luis García Montero, como Álvaro Salvador, como Mariano Maresca, como Horacio Rébora, etc.
Veinte años es mucho. A finales de los noventa, José Antonio García Sánchez (el Murciano, que respetaba enormente a Quisquete) volvió a juntarnos a todos, sin dejarnos más que dos opciones. O ser personajes de Dumas (veinte años después) o seguir siendo amigos. Lo seguíamos siendo, pero ya era otra historia. Ya todos estábamos solos entre nosotros. De cualquier manera, Javier seguía planificando su vida de aquella manera extraña. Entre creérsela y no creérsela. Quizá por eso había vuelto a sus orígenes. Los fantasmas familiares le hicieron regresar a su pueblo y allí cuidaba su escopeta y su perra. Solía decir que acabaría allí, en una cabaña al lado de la finca de su familia. Solo. Conjeturo que su libro Raro de Luna no tuvo la repercusión que él esperaba. Pese a su debilidad íntima, siempre había soñado con ser un poeta en la calle, como el viejo Alberti, al que él llamaba viejo con tanto cariño. De ahí sus poemas satíricos o sus Coplas a Carmen Romero. Creo que de algún modo fue feliz en su última etapa teatral. Era otra manera de ser "poeta en la calle". Los recitales con Susana Oviedo y los músicos que los acompañaban en la aventura de leer y cantar a María Teresa León, Alberti, Lorca, los poetas del exilio...
Un día me recordó que llevaba tres o cuatro años sin escribir. No es que no tuviera nada que decir. Es que la famosa República literaria ya no admitía ninguna poesía pública que no fuera la de la banalidad (técnica y lingüística) de aquel subjetivismo pequeño-burgués que él había abandonado en sus comienzos. Ya no le apetecía escribir ni siquiera desde el supuesto marginalismo malditista de su libro A boca de parir. ¿Cómo iba a volver al principìo si todo lo que había escrito después lo había escrito rompiendo con el principio?
Javier no era un poeta al uso posmoderno hispánico. Ha habido una posmodernidad incluso progresista, pero en nuestro territorio mental era absoluta banalidad de superficies. Javier comprendió que esa banalidad posmoderna obligaba a todo el mundo a ser jueves: o sea, estar en medio del sistema, incrustado en el caparazón de la semana. Jueves: el día de en medio, el verso plano, el que no significa, el lenguaje en el desierto. Para alguien que había fundido tan absolutamente su vida con su poesía eso resultaba insoportable. Muchas veces me lo dijo en aquellas interminables noches por teléfono: ya nada valía la pena.
Una noche, en mi casa, leímos juntos el Biethanatos de Borges, una reflexión que Borges hace acerca del suicidio a propósito del escritor inglés De Quincey. Javier, que adoraba la escritura de Borges, me dio la razón: el suicidio era un sarcasmo estúpido. Renunciar a respirar. Pero de pronto me recordó que Chesterton era el otro ídolo de Borges. ¿Y qué?, le respondí. Muy sencillo, dijo, "Yo nunca seré el hombre que fue jueves". Me eché a reir, nos reímos juntos, pero no me gustó nada la expresión que había por debajo. No es que Javier no hubiera estado siempre autodestruyéndose. Pero el mundo (social y literario) le había echado una mano nada divertida. Efectivamente, se creía convertido en jueves, en el día indefinible.
Así que esperó a un jueves por la mañana y decidió no ser jueves. Contar el resto de mi dolor sería absurdo.