viernes, 23 de mayo de 2008

LA NOCHE 602


Javier Egea Sonetos del diente de oro


Cuando llegó la noche seiscientas dos refirió:

Me he enterado, ¡oh, rey feliz!, de que (el visir prosiguió: ... el mercader escuchaba las palabras) desde la primera a la última. Cuando el mercader se enteró del asunto que aquella vieja astuta había montado con el joven, se levantó y exclamó:
-¡Dios es grande! Pido perdón a Dios excelso por mis pecados y por mis suposiciones.- Y, tras alabar a Dios que le había permitido descubrir la verdad, se adelantó y le dijo a la vieja:

-¿Tú sueles venir a nuestra casa?
-Hijo mío, yo suelo ir a tu casa y a otras casas para pedir limosna; pero desde aquel día nadie me ha dado razón del velo.
-¿Le has pedido el velo a alguien de nuestra casa? - preguntó entonces el mercader.
-Mi señor, he ido a la casa y he preguntado, pero sus ocupantes me dijeron que el mercader había repudiado a su mujer. Por ello me marché, y después de eso no he vuelto a preguntar nada a nadie hasta hoy.
-Deja a esa vieja que siga su camino - concluyó el mercader dirigiéndose al joven - puesto que el velo lo tengo yo. Lo sacó y lo entregó al zurcidor ante los presentes. Luego fue a ver a su esposa, le dio dinero y se la trajo consigo después de haberle dado un montón de excusas, además de haber pedido perdón a Dios, sin saber lo que había hecho la vieja.
-Esto, ¡oh, rey! - prosiguió el visir -, forma parte de la astucia de las mujeres. Luego continuó: ¡Oh, rey! También me he enterado de que un hijo de un rey salió a pasear y pasó junto a un jardín floreciente, lleno de árboles, fruta, pájaros y arroyuelos que corrían a través de aquel jardín. Al muchacho le gustó el lugar, se sentó, sacó del bolsillo frutas secas que traía y se puso a comer. Mientras lo hacía, vio que de aquel lugar se levantaba hacia el cielo una gran columna de humo. El hijo del rey tuvo miedo y se subió a un árbol, en el que se escondió. Una vez en la copa, vio salir del arroyo un efrit que llevaba sobre su cabeza una caja de mármol cerrada con un candado. Depositó la caja en aquel jardín, la abrió y de ella salió una mujer hermosa como el sol cuando surge en el cielo por la mañana. El efrit la hizo sentarse ante sí para mirarla, luego apoyó la cabeza en su pecho y se durmió; pero ella le tomó la cabeza, la apoyó sobre la caja y se puso a pasear. Su mirada se posó en aquel árbol y en él vio al hijo del rey y le hizo señas de que bajara; pero él no quería, y entonces ella le conjuró diciendo:
-Si no bajas y haces conmigo lo que yo te diga, despertaré al efrit de su sueño y le diré que estás ahí, y te matará enseguida.
El muchacho tuvo miedo y bajó, y entonces ella le besó manos y pies y le invitó a que la satisficiera. Él accedió, y cuando hubo acabado, la mujer le dijo:
-Dame ese anillo que llevas en la mano.
Él le entregó el anillo, que la mujer ató en un pañuelo de seda que llevaba y en el que ya había cierto número de anillos, más de ochenta, y puso el anillo junto a los demás.
-¿Qué haces con esos anillos? - le preguntó el hijo del rey.
-Este efrit - le contestó la mujer - me raptó del palacio de mi padre y me puso en esa caja, y luego la cerró con un candado. Donde quiera que va me lleva sobre la cabeza, y es tan celoso que no puede estar sin mí ni siquiera un instante y me impide hacer lo que yo quiero. Por ello, juré que no impediría a nadie que se uniera conmigo. Estos anillos son tantos como los hombres que se han unido a mí, pues a cada uno de ellos le pedí el anillo y lo puse en este pañuelo. Sigue tu camino - prosiguió la mujer-, y así yo podré esperar a otra persona, pues él no se levantará por ahora.
El muchacho no se atrevía a creerlo, pero se marchó y llegó a casa de su padre. El rey ignoraba el ardid de que se había valido aquella mujer con su hijo, sin temer ni calcular las consecuencias. Por ello, cuando se enteró de que había perdido el anillo, dio orden de que mataran al muchacho; se levantó de donde estaba sentado y entró en su palacio. Pero los ministros le hicieron desistir del proposito de matar a su hijo, y una noche el rey los mandó llamar y cuando todos estuvieron presentes, se levantó a recibirlos y les dio las gracias por haberle hecho desistir de su propósito. También el muchacho les dio las gracias, exclamando:
-¡Qué bien habéis actuado con mi padre para que yo no perdiera la vida! Yo, si Dios, ¡ensalzado sea!, quiere, os recompensaré con bien.

Acto seguido, el muchacho les explicó la causa de haber perdido el anillo y ellos, después de haber rogado a Dios que le diese larga vida y mucho poder, salieron de la sesión.
-Ves pues, ¡oh, rey! - concluyó el visir -, cuanta es la astucia de las mujeres y lo que ellas hacen de los hombres.
Y así el rey renunció a dar muerte a su hijo. Al octavo día, una vez amanecido, después de que el padre tomó asiento en la sala de audiencias, entró su hijo llevado de la mano por su preceptor Sindibad. Besó el suelo ante él y se puso a hablar con gran elocuencia. Dirigió alabanzas a su padre, a los visires, a los notables del estado, y les dio las gracias, tras trazar su panegírico. Estaban presentes en la sesión los sabios, los príncipes, los militares y los nobles, y todos quedaron maravillados de la elocuencia y facilidad de palabra del hijo del rey, así como de la belleza de su elocución. Su padre, al oír todo eso, se sintió muy contento de él, lo llamó y lo besó en la frente. Luego llamó también a su preceptor Sindibad y preguntó cual había sido la causa de que su hijo callara durante siete días.

-
Mi señor, era mejor que no hablase - contestó el preceptor -, pues yo tenía miedo de que muriese durante este periodo. Yo, mi señor, sabía eso desde el día de su nacimiento, pues cuando examiné su ascendente, me lo indicó. Pero, para felicidad del rey, ahora el mal está ya lejos del muchacho. El rey quedó satisfecho y preguntó a sus visires:
-Si yo hubiese matado a mi hijo, ¿de quién habría sido la culpa: mía, de la mujer o de Sindibad, el preceptor?

Los presentes callaron, sin dar respuesta. Y Sindibad, el preceptor del muchacho le dijo al hijo del rey:
-Responde tú, hijo mío.


Sherazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

LAS MIL Y UNA NOCHES Vol. II Opera Mundi Biblioteca Universal del Círculo de Lectores
Literaturas Orientales - Barcelona 1998. Traducción, prólogo y notas de Juan Vernet.


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