Erik Satie Cuadernos de un mamífero ACANTILADO Quaderns Crema Barcelona 2006 Edición de Ornella Volta Traducción de Carmen Llerena
FALSO NOCTURNO
La noche es silenciosa.
La melancolía es enorme.
El fuego fatuo perturba el tranquilo paisaje.
¡Qué pelma!
Es el viejo fuego fatuo
que tanto necesitaba venir.
Volvamos a nuestro ensueño, por favor.
La melancolía es enorme.
El fuego fatuo perturba el tranquilo paisaje.
¡Qué pelma!
Es el viejo fuego fatuo
que tanto necesitaba venir.
Volvamos a nuestro ensueño, por favor.
ErikSatie Cuadernos de un mamífero
Seré serio como el placer. La gente no sabe lo que se dice. No hay ninguna razón para vivir, pero tampoco la hay para morir. La única manera que se nos concede para atestiguar nuestro desdén por la vida, es aceptarla. La vida no merece la pena que nos tomemos el trabajo de abandonarla. Se puede por caridad evitarla a otros, pero, ¿a uno mismo? La desesperación, la indiferencia, las traiciones, la fidelidad, la soledad, la libertad, la pesadez, el dinero, la pobreza, el amor, la falta de amor, la sífilis, la salud, el sueño, el insomnio, el deseo, la impotencia, la banalidad, el arte, la honestidad, el deshonor, la mediocridad, la inteligencia, con todo eso no hay ni para pipas. Sabemos demasiado bien de qué están hechas tales cosas como para preocuparnos de ellas; apenas son buenas para propagar algunos intrascendentes suicidios-accidentes (existe, sin duda, el sufrimiento del cuerpo. Yo me llevo bien con él: tanto peor para aquellos a quienes le duele el hígado. Da igual que yo sienta inclinación por las víctimas, pero tampoco me meto con la gente que piensa que no puede soportar un cáncer). Y luego, claro está, lo que nos libera, lo que nos impide cualquier posibilidad de sufrimiento, es ese revólver con el que nos mataremos esta noche si nos da la gana. La contrariedad y la desesperación sólo son, por otra parte, nuevas razones para ligarse a la vida. Es muy cómodo el suicidio: no dejo de pensarlo: es demasiado cómodo: yo no me he matado. Queda un pesar: no me gustaría partir antes de haberme comprometido; me gustaría, al salir, llevarme conmigo la Virgen María, el amor o la República.
El suicidio debe ser una vocación. Hay una sangre que circula y que pide una justificación a su interminable circuito. Hay en los dedos la impaciencia de cerrarse tan sólo sobre la palma de la mano. Hay el prurito de una actividad que se revuelve sobre su depositario, si el infeliz ha olvidado saberle elegir un objetivo. Deseos sin imágenes. Deseos de imposible. Aquí se erige el límite entre los sufrimientos que tienen un nombre y un objeto, y aquél, anónimo y autógeno. Es para el espíritu una especie de pubertad, tal como se la describe en las novelas (pues, naturalmente, yo he sido corrompido demasiado joven para haber conocido una crisis en la época en que comienza a engrosar el vientre), pero se sale de ella por otra manera que por el suicidio.
No me he tomado muchas cosas en serio; de niño, sacaba la lengua a las pordioseras que abordaban en la calle a mi madre para pedirle limosna, y pellizcaba, a escondidas, a sus mocosos que lloraban de frío; cuando mi buen padre, moribundo, pretendió confiarme sus últimos deseos y me llamó junto a su cama, abracé a la criada cantando: "Tus padres hay que tirar, / Verás como nos vamos a mar...". Cada vez que he podido traicionar la confianza de un amigo, he procurado hacerlo. Pero tiene escaso mérito burlarse de la bondad, ridiculizar la caridad, y el más seguro elemento de comicidad es privar a la gente de su pequeña vida, sin motivos, por reír. Los niños sí que no se equivocan y saben apreciar todo el placer de crear el pánico en un hormiguero, o aplastar dos moscas sorprendidas mientras fornican. Durante la guerra lancé una granada a un blocao donde dos camaradas se arreglaban, antes de salir de permiso. ¡Qué carcajada al ver la cara asustada de mi amante, que esperaba recibir una caricia, cuando la golpeé con mi puño americano, y su cuerpo se abatió unos pasos más allá; y qué espectáculo ver la gente luchando por salir del Gaumont-Palace, después de que yo le prendiera fuego! Esta noche no temáis nada, tengo la fantasía de estar serio. No hay evidentemente una palabra de cierto en esta historia y soy el muchachito más bueno de París, pero me he complacido tan a menudo en imaginarme que había realizado o que iba a realizar esas gloriosas proezas que tampoco son mentira. ¡De todas maneras, me he burlado de bastantes cosas! Sólo de una en el mundo no he conseguido burlarme: del placer. Si todavía fuera capaz de sentir vergüenza o amor propio, podéis pensar que no me dejaría llevar a confidencias tan penosas. Otro día explicaré por qué no miento nunca: no hay nada que esconder a los criados. Volvamos más bien al placer, el cual bien se encarga de atraparte y arrastrarte, con dos pequeñas notas de música, la idea de la piel y algunas más todavía. Mientras no haya superado el gusto del placer, seré sensible al vértigo del suicidio, lo sé perfectamente.
La primera vez que me maté, fue para molestar a mi amante. Aquella virtuosa criatura se negó bruscamente a acostarse conmigo, cediendo al remordimiento, decía, de engañar a su amante-pagano. No sé muy bien si la quería, supongo que quince días de alejamiento habrían disminuido singularmente la necesidad que tenía de ella: su negativa me exasperó. ¿Cómo herirla? ¿He dicho que ella sentía por mí una profunda y duradera ternura? Me maté para molestar a mi amante. Que se me perdone ese suicidio en razón de mi extrema juventud en la época de aquella aventura.
La segunda vez que me maté fue por pereza. Pobre, teniendo un horror anticipado por cualquier trabajo, me maté un día sin convicción, tal como he vivido. Que tampoco se me acuse de esa muerte, visto el aspecto brillante que ahora tengo.
La tercera vez... os haré el favor de saltarme el relato de mis restantes suicidios, con tal de que consintáis aún escuchar éste. Acababa de acostarme, después de una velada donde mi aburrimiento no había sido más asediante que el de otras noches. Tomé la decisión y, al mismo tiempo, lo recuerdo muy claramente, articulé la única razón: ¡Y luego, zas! Me levanté y fui a buscar la única arma de la casa, un pequeño revólver comprado por uno de mis abuelos, cargado de balas tan viejas como él. (Enseguida se comprenderá por qué insisto en este detalle.) Durmiendo desnudo en la cama, estaba desnudo en mi habitación. Hacía frío. Me apresuré a esconderme bajo las mantas. Levanté el percutor, sentía el frío del acero en mi boca. Es verosimil que en aquel momento sintiera latir el corazón, como lo sentía latir al oír el silbido de un obús antes de que explotara, como en presencia de lo irreparable antes de consumarse. Apreté el gatillo, el percutor bajó, el tiro no había salido. Entonces dejé el arma en una mesita, probablemente riendo algo nerviosamente. Diez minutos después, dormía. Creo que acabo de hacer una observación bastante importante, tanto que... ¡naturalmente! Es lógico que ni por un instante pensara en disparar una segunda bala. Lo que importaba era haber tomado la decisión de morir, y no que muriese.
Un hombre sin problemas ni aburrimiento puede encontrar quizás en el suicidio la realización del gesto más desinteresado, ¡con tal de que no sienta curiosidad por la muerte!
No sé en absoluto cuándo y cómo he podido pensar así, cosa que por otra parte no me importa. Pero he aquí, de todas formas, el acto más absurdo, la fantasía en su máximo estallido, la desenvoltura llevada más lejos que el sueño, y el compromiso más puro.
Jacques Rigaut (1899-1929)
Recogido por André Breton en Antología del humor negro Círculo de Lectores Barcelona 2005 Traducción de Joaquim Jordá
Basada en la novela "Le feu follet" de Pierre Drieu de la Rochelle Louis Malle realiza en 1963 la excelente película de igual título. Es de resaltar la inspiración para la historia en la vida y persona de Jacques Rigaut.
El suicidio debe ser una vocación. Hay una sangre que circula y que pide una justificación a su interminable circuito. Hay en los dedos la impaciencia de cerrarse tan sólo sobre la palma de la mano. Hay el prurito de una actividad que se revuelve sobre su depositario, si el infeliz ha olvidado saberle elegir un objetivo. Deseos sin imágenes. Deseos de imposible. Aquí se erige el límite entre los sufrimientos que tienen un nombre y un objeto, y aquél, anónimo y autógeno. Es para el espíritu una especie de pubertad, tal como se la describe en las novelas (pues, naturalmente, yo he sido corrompido demasiado joven para haber conocido una crisis en la época en que comienza a engrosar el vientre), pero se sale de ella por otra manera que por el suicidio.
No me he tomado muchas cosas en serio; de niño, sacaba la lengua a las pordioseras que abordaban en la calle a mi madre para pedirle limosna, y pellizcaba, a escondidas, a sus mocosos que lloraban de frío; cuando mi buen padre, moribundo, pretendió confiarme sus últimos deseos y me llamó junto a su cama, abracé a la criada cantando: "Tus padres hay que tirar, / Verás como nos vamos a mar...". Cada vez que he podido traicionar la confianza de un amigo, he procurado hacerlo. Pero tiene escaso mérito burlarse de la bondad, ridiculizar la caridad, y el más seguro elemento de comicidad es privar a la gente de su pequeña vida, sin motivos, por reír. Los niños sí que no se equivocan y saben apreciar todo el placer de crear el pánico en un hormiguero, o aplastar dos moscas sorprendidas mientras fornican. Durante la guerra lancé una granada a un blocao donde dos camaradas se arreglaban, antes de salir de permiso. ¡Qué carcajada al ver la cara asustada de mi amante, que esperaba recibir una caricia, cuando la golpeé con mi puño americano, y su cuerpo se abatió unos pasos más allá; y qué espectáculo ver la gente luchando por salir del Gaumont-Palace, después de que yo le prendiera fuego! Esta noche no temáis nada, tengo la fantasía de estar serio. No hay evidentemente una palabra de cierto en esta historia y soy el muchachito más bueno de París, pero me he complacido tan a menudo en imaginarme que había realizado o que iba a realizar esas gloriosas proezas que tampoco son mentira. ¡De todas maneras, me he burlado de bastantes cosas! Sólo de una en el mundo no he conseguido burlarme: del placer. Si todavía fuera capaz de sentir vergüenza o amor propio, podéis pensar que no me dejaría llevar a confidencias tan penosas. Otro día explicaré por qué no miento nunca: no hay nada que esconder a los criados. Volvamos más bien al placer, el cual bien se encarga de atraparte y arrastrarte, con dos pequeñas notas de música, la idea de la piel y algunas más todavía. Mientras no haya superado el gusto del placer, seré sensible al vértigo del suicidio, lo sé perfectamente.
La primera vez que me maté, fue para molestar a mi amante. Aquella virtuosa criatura se negó bruscamente a acostarse conmigo, cediendo al remordimiento, decía, de engañar a su amante-pagano. No sé muy bien si la quería, supongo que quince días de alejamiento habrían disminuido singularmente la necesidad que tenía de ella: su negativa me exasperó. ¿Cómo herirla? ¿He dicho que ella sentía por mí una profunda y duradera ternura? Me maté para molestar a mi amante. Que se me perdone ese suicidio en razón de mi extrema juventud en la época de aquella aventura.
La segunda vez que me maté fue por pereza. Pobre, teniendo un horror anticipado por cualquier trabajo, me maté un día sin convicción, tal como he vivido. Que tampoco se me acuse de esa muerte, visto el aspecto brillante que ahora tengo.
La tercera vez... os haré el favor de saltarme el relato de mis restantes suicidios, con tal de que consintáis aún escuchar éste. Acababa de acostarme, después de una velada donde mi aburrimiento no había sido más asediante que el de otras noches. Tomé la decisión y, al mismo tiempo, lo recuerdo muy claramente, articulé la única razón: ¡Y luego, zas! Me levanté y fui a buscar la única arma de la casa, un pequeño revólver comprado por uno de mis abuelos, cargado de balas tan viejas como él. (Enseguida se comprenderá por qué insisto en este detalle.) Durmiendo desnudo en la cama, estaba desnudo en mi habitación. Hacía frío. Me apresuré a esconderme bajo las mantas. Levanté el percutor, sentía el frío del acero en mi boca. Es verosimil que en aquel momento sintiera latir el corazón, como lo sentía latir al oír el silbido de un obús antes de que explotara, como en presencia de lo irreparable antes de consumarse. Apreté el gatillo, el percutor bajó, el tiro no había salido. Entonces dejé el arma en una mesita, probablemente riendo algo nerviosamente. Diez minutos después, dormía. Creo que acabo de hacer una observación bastante importante, tanto que... ¡naturalmente! Es lógico que ni por un instante pensara en disparar una segunda bala. Lo que importaba era haber tomado la decisión de morir, y no que muriese.
Un hombre sin problemas ni aburrimiento puede encontrar quizás en el suicidio la realización del gesto más desinteresado, ¡con tal de que no sienta curiosidad por la muerte!
No sé en absoluto cuándo y cómo he podido pensar así, cosa que por otra parte no me importa. Pero he aquí, de todas formas, el acto más absurdo, la fantasía en su máximo estallido, la desenvoltura llevada más lejos que el sueño, y el compromiso más puro.
Jacques Rigaut (1899-1929)
Recogido por André Breton en Antología del humor negro Círculo de Lectores Barcelona 2005 Traducción de Joaquim Jordá
Basada en la novela "Le feu follet" de Pierre Drieu de la Rochelle Louis Malle realiza en 1963 la excelente película de igual título. Es de resaltar la inspiración para la historia en la vida y persona de Jacques Rigaut.
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