viernes, 27 de junio de 2008

NOTAS



Primeras Notas Parciales sobre Poesía Española de Posguerra

Supongo que el problema no consiste tanto en escribir "mal" o "bien" - a cierto nivel, esto parece obvio - cuanto en descubrir las más sutiles e insidiosas formas de escribir "mal"; es decir, aquéllas en que parece que se esté escribiendo "bien". Me refiero, claro es, a todas las formas de convención y academicismo. En un primer nivel, como he dicho, qué es escribir "bien" parece obvio; se trata de poseer conocimientos de métrica, dominar la lengua, saber estructurar -del modo que sea- un poema y no incurrir en ninguna forma de estupidez en los conceptos expresados. No ignoro que tales requisitos ya descartan a la mayoría de los poetas españoles. La eliminación de casi todos los restantes corre a cargo del faux bon écrire, es decir, del sistema de expresiones viciadas puesto en circulación por el academicismo del signo que sea que en aquellos momentos domine el panorama poético, del código de expresiones fijas donde se paraliza cualquier posibilidad creadora, de todas las formas del "bien decir" que únicamente sirven para volver las espaldas a lo esencial.
Ya para el escritor del 98 el dilema se planteaba claramente; sólo pudo salvarse estableciendo un artificio básico, una lengua literaria, ya fuera por el lado del barroquismo -Valle-Inclán- ya por el de la sencillez ficticia -Baroja, Azorín- (los demás son hoy estilísticamente ilegibles). La putrefacción absoluta del idioma literario obligó a los del 27 a una experiencia única e irrepetible, la creación de un "idioma poético", absolutamente alejado del conversacional -pues es en éste, por paradoja, donde más victoriosamente imperan los tópicos de la peor literatura-. Única e irrepetible, he dicho, pues fatalmente debería desembocar en una nueva e igualmente dañina forma de esterilización: es ilustrador a este respecto el espectáculo del Cernuda de los últimos libros, en lucha cada vez más angustiosa, no con las necesidades del poema, sino con las del excesivo artificio lingüístico que, pensando como liberación, se convertía en cárcel. De hecho, el convencionalismo debía hacer fatalmente acto de presencia en la obra de los epígonos e incluso en los poetas mayores poco dotados para envejecer; en este sentido, pues, era comprensible que los nuevos poetas creyeran oportuno heredar de sus antecesores la actitud antes que el lenguaje. Como era de prever, ocurrió exactamente lo contrario: se heredaron todos los tópicos del lenguaje - a los que vinieron a adherirse otros - y se olvidó la actitud. El consejo de Breton -Qu'on se donne la peine de pratiquer la poésie...- ha sido reiteradamente desoído.
Ante un lenguaje fosilizado y putrefacto, dos soluciones: destruirlo o establecer un nuevo lenguaje convencional. Al escritor español -el latinoamericano se mueve en otra problemática- no le queda otra salida. Los que han optado por la primera solución -la destrucción del lenguaje- han sido sistematicamente ignorados o dejados de lado: son los "malditos". Y así, la historia de la poesía española se ha escrito unicamente sobre un nuevo lenguaje convencional. Pero un lenguaje convencional es un valor de uso y, como tal, necesariamente caduco en un plazo más o menos dilatado de tiempo. De ahí esta sucesión, irracional para muchos, no de estilos literarios, sino simplemente de "lenguajes" donde los tópicos de una escuela son entronizados y se propagan como una enfermedad contagiosa para luego servir de mofa a los nacidos unos años más tarde. (Y así, cada generación tendrá su propia y estéril cabeza de turco, sin que nadie llegue a plantearse nunca los problemas de base.) Así, para el espectador profano -es decir, para la mayoría de los futuros profesionales- las historias de la Literatura, cuando no fruto de la pura y simple insensatez, tienden cada vez más a fijar un cliché que divide la poesía española de posguerra en etapas sucesivas, como capas geológicas en un terreno.
Parece claro que toda poesía viva, toda poesía nueva debe fundarse en la refutación, en su contradicción, en su escarnio -ya sea por la vía indirecta de acudir a unos maestros postergados o insólitos, ya por la directa de descomponer y barrenar el lenguaje imperante. La poesía española corre el riesgo -lo ha corrido constantemente, desde que se sentenció a la conspiración del silencio a cuantos optaran por la alternativa anticonvencional- de perder de vista esta perspectiva. Sería, entonces, una poesía muerta. Es aún una poesía viva; pero, por lo que hace a las promociones surgidas después de la guerra civil, ha vivido hasta ahora en la clandestinidad. No hablo de una clandestinidad política, pero sin duda dicho vocabulario podría aplicarse a este caso. Se trataba de imponer una poesía "oficial" -no sustentada en una presión directa del sistema sino en un estado de opinión elegido quién sabe si como consecuencia del trauma de la guerra, por la intelectualidad más conservadora y unánimemente impermeable a cualquier exploración vanguardista que ha podido hallarse en Europa. Así, todas las aparentes tentativas de renovación -esa ilusoria sucesión de escuelas (poesía social o existencialismo o moralismo cernudiano)- encubrirían una misma y falaz realidad: la "renovación" se operaba desde dentro. (No deja de ser sintomático el hecho de que las sucesivas "escuelas" se apropiaran indefectiblemente, con júbilo totémico, del consabido fetiche machadiano.) Este estado de opinión imponía, no sólo un rechazo de "lo que no debe hacerse" -estableciendo a este respecto fronteras tan tajantes y punitivas como las que Foucault ha podido detectar en la sociedad posrrenacentista entre Razón y Sinrazón, e igualmente ficticias- sino también una determinada lectura de los autores existentes. Se procribía a Gómez de la Serna; el Juan Ramón de Espacio o de Dios deseado y deseante o de Españoles de tres mundos era relegado al ghetto en beneficio de Platero y yo; incluso en los poetas admitidos por el "stablishment" se operaba esta "selección" en aras de una lectura ortodoxa, con un criterio parecido al que presidía las expurgaciones de Dostoiewski en el periodo estaliniano. Así, se ignoraba al Cernuda de Un río, un amor y Los placeres prohibidos. Cernuda se había crecido como poeta en la experiencia del exilio, al beber en las fuentes de la poesía inglesa y olvidar su juvenil surrealismo. Igualmente, Pasión de la tierra, Espadas como labios e incluso La destrucción o el amor eran tributos del joven Aleixandre a las modas de la época: Aleixandre era "el poeta de Sombra del Paraíso". Poeta en Nueva York se consideraba un error de Lorca, un tanteo en caminos extraños y peligrosos. Y, por supuesto, Gerardo Diego era el poeta de los sonetos y romances, no el autor de Imagen y Biografía incompleta. Y si un poeta -Larrea-, al interrumpir su obra poética en 1932, no posibilitaba esta distinción, se le daba su merecido: permanecía inédito y ausente de las antologías. Esta lectura se extendía asimismo a los poetas latinoamericanos: Neruda y Vallejo eran "poetas comprometidos" casi exclusivamente, y un vasto olvido rodeaba a Oliverio Girondo y a Huidobro. Los nuevos poetas que perseveraran en el camino "erróneo" eran silenciados: vigilantes espadas se alzaban para cerrar el paso a Octavio Paz, a Nicanor Parra, a Lezama Lima. El criterio respecto a qué era "la buena poesía" no resultaba menos claro y preciso que en tiempos de Alberto Lista. Si en 1970 han podido ver ya la luz los poemas de Ory o de Larrea y la poesía joven optar en cierta medida por la "Sinrazón", habrá que creer que aquella poesía secreta empieza al fin por salir de su reclusión en "las habitaciones de atrás".
Más, todo este aparato prohibitivo, estos tabús, estas inhibiciones, este incesante refoulement ¿a qué apuntaban? Está bien claro: a la constitución de un nuevo academicismo, cuyas víctimas y corifeos principales han sido los poetas de los años cincuenta y en cuyas redes puede caer todavía un sector de la poesía joven. Parece llegado el momento de denunciar, después de treinta años, la intolerable fosilisación del lenguaje literario español -ofensivo sin más para cualquier lector no estragado- que, en el campo de la poesía, se ha petrificado en una fórmula tan vacua, recurrente e inamovible como la que caracterizaba a los poetas de la Restauración. Cerrada en sus fronteras, la poesía española se ha convertido en el lugar de elección del más trivial y previsible de los juegos combinatorios. La impronta del garcilasismo está lejos de constituir el fantasma brumoso sobre el que hoy pesan unánimes denuestos; por el contrario, aquella poesía de Colegio Mayor ha determinado la estructura métrica y rítmica de la considerada "buena poesía" en las décadas subsiguientes. Sustancialmente (y al amparo de la facilidad que para ello proporciona la tradición métrica castellana) una monótona alternancia de alejandrinos, endecasílabos y heptasílabos ha constituido el manjar suculento ofrecido al lector de poesía. Se ha conseguido con ello -hablo de la generación surgida en los años cincuenta- una indudable corrección; por lo menos, los poemas son legibles y gratos al oído, no ofenden al lector- y, en los poetas de mi generación, no siempre se puede decir otro tanto: la estructuración rítmica del verso les es tan ajena como a un ciego los colores-. Pero, a cambio de esto, se ha abdicado de toda posiblidad de investigación verbal y se ha fijado un código de adjetivación, adverbios, giros verbales, etc., tan inmutable y estéril como satisfecho de su "eficacia". Es la escritura "sana"; es, para decirlo de una vez por todas, la poesía integrada plenamente en una sociedad. Así, toda claudicación, todo pacto, todo compromiso con esta sociedad serán posibles y legítimos: la responsabilidad moral del poeta con las fuerzas progresivas no se le aparecerá ya como una necesidad requerida por su propia condición de poeta, puesto que habrá elegido el lenguaje de la propia sociedad que debía rechazar; es ya un "poeta civilizado" y todas las coartadas serán buenas para justificar la ligereza, la cobardía, la frivolidad, la irresponsabilidad o la traición: la colaboración directa o indirecta o la vinculación a los intereses de las oligarquías. La permeabilidad de la sociedad a estos poetas y su alergia a todas las tentativas vanguardistas nos dicen con claridad cuál es el camino.
Así, se ha podido producir la más trágica y sarcástica paradoja: un condicionamiento de carácter estético ha convertido a los poetas "de izquierdas" en la mejor coartada de la situación que creían combatir y ha terminado, incluso en el terreno personal, por convertirles -vendidos a los intereses fatalmente convergentes de los grupos de presión- en la contrafigura del proyecto vital bajo el que concibieron su juventud. La fuerza de inercia, el desgaste, el tedio del "eterno retorno" a una serie de enfrentamientos cada vez más desesperanzados, explican el fenómeno. Ahora, como en tiempos de Rimbaud, la exclusión del poeta o su castración aparecen como únicas alternativas. Sin embargo, es cierto que a esta poesía hoy en definitiva esterilizadora y academicista se deben las producciones poéticas más logradas de la generación de los años cincuenta, y las que en su momento mayor novedad pudieran significar. En un país dominado por una poesía particularmente necia, los mejores de estos poetas significaban una ruptura y a veces una desmitificación. Ya a inicios de la década, el Claudio Rodríguez de Don de la ebriedad liberaba un poderoso fluir verbal que, en Conjuros timidamente y de modo ya palmario en Alianza y condena, se revelaba insuficiente ante el excesivamente esquemático bagaje ideológico que lo sustentaba. Pero, a partir de Compañeros de viaje -y sobre todo en Moralidades y Poemas póstumos- Jaime Gil de Biedma se afirmaría como el mejor poeta de esta generación y uno de los mejores poetas españoles de posguerra. Consciente, además, como nadie de sus posibilidades y límites, apostó por la lucidez y claridad contra la abyección verbal e ideológica dominante; su control del poema y su segura inteligencia le permitieron, no sólo asegurarse un lugar de privilegio en la poesía de los años sesenta, sino interrumpir a tiempo su obra, una obra que realmente sólo él puede continuar en debida forma. Antes que copiarse a sí mismo, Biedma ha preferido confiar esta misión a sus discípulos e imitadores, embarcados en una vía muerta.
El caso de Valente ha sido distinto: a partir de Siete representaciones ha decidido replantearse el hecho poético, en una valerosa, tentativa de renovación. Si después de Siete representaciones pudo parecer a alguno que el empeño experimental ponía en peligro el porvenir del poeta, la publicación de El inocente ha confirmado la madurez de Valente y le ha relevado como el único poeta de su generación de talla comparable a los mejores de la generación del 27. Valente es hoy, sin duda, uno de los poetas más considerables del ámbito hispánico.
Fuera de estos poetas, poco cabe añadirse: la nueva Academia ha abierto sus puertas y los invitados llevan años en el festín. Bienvenidos los nuevos: los invitados de las últimas fiestas, los que han leído a Cernuda, los que filosofan en el boudoir. He aquí a nuestra estudiosa juventud.
En las tinieblas exteriores, con los perros y los mendigos, viven los locos. Y ahora el loco tiene la palabra.

Pere Gimferrer Extráido de NOTAS PARCIALES SOBRE POESÍA ESPAÑOLA DE POSGUERRA En: Salvador Clotas Pere Gimferrer 30 años de literatura en españa narrativa y poesía editorial Kairós Barcelona 1971

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