Juan J. León Del corazón y la experiencia Poesía 1970-1988 Viñeta de la portada José A. López Nevot Ánade Ediciones Ubago granada 1988
Juan J. León Manual de artimañas y secuencias sin cuento Editorial Alhulia Portada Hyeronimus van der Bosch "el Bosco" La nave de los locos Granada 2006
El poeta Juan J. León
CARTA ABIERTA AL QUISQUETE
Quisquete de mi tráquea tabernaria y vital,
hoy que estoy tripodiano y en la vida me siento
como picha en chumino o alevoso jumento
en un prado de alfalfa sin albarda y ronzal,
déjame que ensalive tus orejas con babas
de prosapia adiposa y cariz incestivo
hoy que estoy tripodiano y en la vida me siento
como picha en chumino o alevoso jumento
en un prado de alfalfa sin albarda y ronzal,
déjame que ensalive tus orejas con babas
de prosapia adiposa y cariz incestivo
sobre lo que me mola, lo que pienso y escribo
Yo no escribo versicos lacrimosos de Orfeo
pues le temo al reuma más que un virus fatal,
ni le escribo a la Virgen por ser flor virginal
pues me siento feliz con el licuefacteo.
Y aunque nunca escribí ni un panfleto mohino,
en mis versos no existen dolores menstruales,
ni insulinas de amor, ni diarreas mentales,
ni epidemia de flores sobre estiercol porcino.
Déjame libre y jorro galopar por doquier
en mi potro esquizoide, con torpeza y pericia,
que, aunque pula mis versos con paciente caricia,
no me encierro en la torre de marfil de Gautier.
Como creo que quejarse es cobarde y morboso
y espero que los hombres romperán sus cadenas,
yo le canto a la vida sin derrotas ni penas.
¿Qué? ¿Limpié tus orejas de cerumen viscoso?
(Bejarín 9-10-76)
Juan J. León Del corazón y la experiencia
Juan J. León Del corazón y la experiencia
CON QUISQUETE EN EL DESQUICIO
En la última década de la dictalarga franquista, mis padres solían irse a un cortijo de Bejarín, en medio de la vega accitana, a finales de mayo, quedándome yo solo -y no de amigos- en el piso que teníamos en la calle Moral de la Magdalena esquina con la calle Verónica. De todos mis inquebrantables y noctámbulos amigos, Quisquete era el que mostraba más interés en la ida de mi familia y menos en la vuelta, porque, todos los años por estas fechas, tenía preparada, con minucioso embeleso, una discusión con su padre, el doctor Egea, que le servía de excusa para irse de su casa fingiendo furibundo enfado y refugiarse conmigo hasta que, en octubre, regresaba mi gente y él, con nueva premeditación, se reconciliaba con su católico, apostólico y romano progenitor, y regresaba a sus lares con escueta o nula resignación cristiana.
Trabajaba Quisquete por estos años discordes y díscolos en Asistencia Médica, compañía de seguros en la que, curiosamente, su padre era el mayor accionista. Era costumbre de Quisquete, cuando salía de la oficina, pasar por el bar Énguix donde le esperábamos sus más asiduos compañeros y amigos amarrados al blando banco que este bar tenía bajo una ventana y que era la única ventilación de vahos, bajos vientos y otros vapores barrigudinos, de los que era expedidor principal el Chanero Solitario que, según Enrique Vázquez, eructaba como si estuviera aprendiendo a hablar el eusquera.
Para recobrar el tiempo perdido en la oficina y menguar la ventaja alcohólica que le sacábamos, comenzaba Quisquete a beber como una esponja cosaca adelantando pronto a cuantos llevábamos haciéndolo desde aquella mañana o desde la noche anterior, que de todo había en esa casa y cosa del bebercio. Con sumo esfuerzo hepático, le seguíamos los pies -que no las copas- a minúscula distancia mi compadres Pompeyo y yo por todas las tabernas de Granada. Algunos días, el plano urbano se nos quedaba estrecho y cogíamos el mapa provincial buscando pueblos en fiestas o sin horario de cierre tabernario, cosa que en Andalucía no es muy difícil de encontrar por suerte de la comunidad y por gracia de la autoridad.
De madrugada ya, Quisquete iba dejándose a todos sus acompañantes -menos a mí, que conste- ahogados en los portales, trancos y esquinas del mundo, mientras regresábamos a casa sin prisas y con muchas pausas. Cuando nos quedábamos solos por deserción o aterrizaje del personal, medianamente fresco aún, Quisquete compraba dos botellas de tintorro y, armados de tal guisa, nos recogíamos en el insípido hogar. Aún era capaz de pergeñar varios poemas mientras, de postre, se zampaba las dos botellas sin acompañamiento de condumio sólido alguno ni ayuda de nadie, pues yo, que era el único superviviente, caía en la cama como piedra en pozo lleno de efluvios alcohólicos.
A la mañana siguiente pretendía levantarse para ir a la oficina, pero era inútil su laborioso propósito porque el despertador se desgañitaba y él no lograba deshacerse de los brazos de Morfeo, o sea , de Baco. Llegó a fundir el cornetín de varios relojes de recio timbre castrense y la paciencia del vecindario, sin que llegara a despertarse nunca.
Como he tenido siempre un sueño superfluo y volátil, me propuso Quisquete que fuese yo su despertador, corneta o gallo y no supe negarme a un oficio tan dañino, a pesar de mi natural bondad. Llegó la mañana del pacto concertado y desde mi habitación, distante de la suya unos doce metros y cuatro puertas bien cerradas, oí el cabreado despertador rinrinear hasta que se quedó exhausto; agudicé la oreja como un zorro y no escuché ruido alguno; esperé aguantando el sueño y nada... Me levanté arrepentido de haberme prestado a ser desfacedor de soñarreras y, sin sigilo, armando ruido a troche y moche, entré en su dormitorio y lo encontré como un bendito, enroscado en el blando colchón de lana, con una cara de felicidad tan grande que, con aquel candoroso rubor angelical y sin gafas, por primera y única vez me pareció menos feo de lo que era. Haciendo un esfuerzo malvado, lo sacudí como a un pandero hasta que, como asustado, se despertó casi gritando.
-Nene, que ya es la hora de irse a la escuela- le dije apresurado, y me retiré raudo y precavido de su vera, antes de que le diera tiempo a endiñarme un talegazo como, a veces, era usado en él y en estos casos. Yo sabía de su mal despertar por un leñazo que, en parecida ocasión, le dio a su hermano Bauto que, como es pequeño, le pilló medio cuerpo, incluido un huevo. A consecuencia del golpe testicular tuvo una orquitis que fue la admiración de todos los que se agachaban a ver tamaño cargamento en tan poco elemento.
En esta ocasión Quisquete se volvió de cara a la pared, cerró los ojos y volvió a dormirse sin hacerme caso. Intenté despertarlo otra vez y fue imposible. Cansado de bregar con un difunto, me fui a mi cuarto y me eché a dormir de nuevo, convencido de mi incapacidad para resucitar criaturas, como dicen los curas que hacía El Hijo del Amo.
Al mediodía nos despertó la sed sin necesidad de timbres ni trompetas. Como nos levantamos con la lengua seca y áspera cual suela de alpargata de esparto, nos la fuimos a remojar en el Kremlin Chico, la taberna más próxima, donde empezamos el duro vía crucis cotidiano. En El Kremlin Chico nos encontramos a Bernardo y sus polémicas, en el Énguix a Enrique Vázquez y diez o doce Leyvas, en el Lagar a Enrique Morón y dos o tres troveros, en el Manolo a Rodelas y una horda de anarcosecaviñas, en el Provincias a Perete y algún flamenco más, en el Natalio a Julio Fortis y a mi compadres Pompeyo huidos de sus contrarias, en las Bodegas Muñoz a Eduardo el Atleta y militantes marxistacibaritas, y en el Elefante, estación final, a Pepe Guevara y Manolo García Sánchez, el antropólogo que estudió los cráneos del Cabezón de Gabia y de Bilorio, y que miraba con interés científico la cabeza de mi compadres, merecedora de un estudio global y de dos pescuezos de cantaor.
A la medianoche, otra vez se producía el esturreo de amigos por las esquinas de la ciudad y la farrogosa y triste -casi tétrica- vuelta a casa. Algunas madrugadas, cuando Quisquete estaba a punto de rematar un poema y sus dos botellas postreras, y yo, rematado, empezaba a dormirme, llegaba Antonio Enrique tirando chinos a los cristales de mi balcón como el que viene tocando campanillas con el viático. Cuando nos veía asomarnos al balcón en ropas menores, sus carcajadas contagiosas podían oírse en los llanos de Armilla donde, según el Místico López, aparcaban los submarinos todoterreno de Rusia que controlaban los movimientos de la Novena Flota americana que fondeaba en aguas de Lanjarón.
Siempre traía Antonio Enrique una carpeta repleta de luengos versos sobre la Alhambra y de macizas prosas sobre La armónica montaña, escritos con su letra garrapatosa, que nos leía con gran ampulosidad y ornamento. Después, una vez calmada la necesidad de compartir su agobiante y torrencial imaginación con quienes erámos capaces de entenderlo, contaba algunas historias peregrinas o sedentarias como la de una muy fermosa dama que le había contagiado, con besos harto traidores, unas perniciosas purgaciones. El enamoradizo Antonio Enrique no comprendía que el etéreo y divino amor pudiera acarrear consecuencias tan mundanas y supurosas hasta que Quisquete, que siempre venía de vuelta, le explicó en un soneto que las musas también tienen enfermedades venéreas en sus vetas de oro alemán.
A la mañana siguiente y a la otra y a la otra, repetí el episodio peligroso e inútil de intentar despertar con métodos inofensivos a Quisquete para que fuese al trabajo y volví a sufrir el trauma del deber no cumplido, hasta que decidí despertarlo o dejarlo dormido para siempre: cogí una sonora matina la olla más grande que había en la espetera, se la coloqué en la cabeza a modo de escafandra y con un caso de aluminio a guisa de martillo o badajo, comencé a repicar sobre la olla tocando a rebato, a incendio y a misa cantada. Pude terminar doblando a misa de difuntos, pero Quisquete saltó de la cama como un canguro emplumado y se fue corriendo al manicomio directamente.
No me mires así, que no era la primera vez que se ingresaba voluntariamente y por su cuenta en el manicomio. Recuerda cuando vino a pedirme libros prestados porque se iba de reposo a la casa de los locos y nos pilló acostados el uno sobre el otro. Es más, gracias a esta ascética costumbre, se libró de la mili alegando que estaba majareta: cuando agotó todas las prórrogas, lo tuvieron en observación ingresado en el hospital militar del que se escabullía todas las tardes para unirse a nosotros en el Faquilla, cátedra del cante jondo y alivio de la carga castrense.
Hacia la medianoche, Antonio Mata y yo hacíamos como que llevábamos preso a Quisquete al hospital militar y, fingiendo grande zozobra e, inclusive, cierto canguelo, lo entregábamos a los soldados que hacían guardia en la entrada recomendándoles que tuviesen mucho cuidado con él porque era un loco peligroso que todos los días se escapaba y teníamos que llevarlo a la fuerza. Dos camilleros fornidos lo agarraban del cogote con paternal denuedo y se lo llevaban convencidos de su enfermedad mental, pues confundían la horrible esquizofrenia con la hermosa jumera que Quisquete portaba encima o dentro.
Por más locuras que hizo y más complicidad que Antonio Mata y yo prestamos a sus desafueros, los médicos militares no le dieron la inutilidad para el servicio castrense hasta que Quisquete o su hermano Bauto -que no le guarda rencor por lo del huevo- presentó los certificados de haber estado ingresado varias veces en el manicomio, una de ellas -lo reconozco y me alegro- por mi culpa. Encima, en vez de agradecerme tantos desvelos por su mala cabeza, cuando Quisquete se vio libre del servicio a los militares, me decía con frecuencia y recochineo: "Tiene cojones que a mí me hayan echado de la mili por loco y a ti, que estás peor que yo, te aceptaran voluntario".
Trabajaba Quisquete por estos años discordes y díscolos en Asistencia Médica, compañía de seguros en la que, curiosamente, su padre era el mayor accionista. Era costumbre de Quisquete, cuando salía de la oficina, pasar por el bar Énguix donde le esperábamos sus más asiduos compañeros y amigos amarrados al blando banco que este bar tenía bajo una ventana y que era la única ventilación de vahos, bajos vientos y otros vapores barrigudinos, de los que era expedidor principal el Chanero Solitario que, según Enrique Vázquez, eructaba como si estuviera aprendiendo a hablar el eusquera.
Para recobrar el tiempo perdido en la oficina y menguar la ventaja alcohólica que le sacábamos, comenzaba Quisquete a beber como una esponja cosaca adelantando pronto a cuantos llevábamos haciéndolo desde aquella mañana o desde la noche anterior, que de todo había en esa casa y cosa del bebercio. Con sumo esfuerzo hepático, le seguíamos los pies -que no las copas- a minúscula distancia mi compadres Pompeyo y yo por todas las tabernas de Granada. Algunos días, el plano urbano se nos quedaba estrecho y cogíamos el mapa provincial buscando pueblos en fiestas o sin horario de cierre tabernario, cosa que en Andalucía no es muy difícil de encontrar por suerte de la comunidad y por gracia de la autoridad.
De madrugada ya, Quisquete iba dejándose a todos sus acompañantes -menos a mí, que conste- ahogados en los portales, trancos y esquinas del mundo, mientras regresábamos a casa sin prisas y con muchas pausas. Cuando nos quedábamos solos por deserción o aterrizaje del personal, medianamente fresco aún, Quisquete compraba dos botellas de tintorro y, armados de tal guisa, nos recogíamos en el insípido hogar. Aún era capaz de pergeñar varios poemas mientras, de postre, se zampaba las dos botellas sin acompañamiento de condumio sólido alguno ni ayuda de nadie, pues yo, que era el único superviviente, caía en la cama como piedra en pozo lleno de efluvios alcohólicos.
A la mañana siguiente pretendía levantarse para ir a la oficina, pero era inútil su laborioso propósito porque el despertador se desgañitaba y él no lograba deshacerse de los brazos de Morfeo, o sea , de Baco. Llegó a fundir el cornetín de varios relojes de recio timbre castrense y la paciencia del vecindario, sin que llegara a despertarse nunca.
Como he tenido siempre un sueño superfluo y volátil, me propuso Quisquete que fuese yo su despertador, corneta o gallo y no supe negarme a un oficio tan dañino, a pesar de mi natural bondad. Llegó la mañana del pacto concertado y desde mi habitación, distante de la suya unos doce metros y cuatro puertas bien cerradas, oí el cabreado despertador rinrinear hasta que se quedó exhausto; agudicé la oreja como un zorro y no escuché ruido alguno; esperé aguantando el sueño y nada... Me levanté arrepentido de haberme prestado a ser desfacedor de soñarreras y, sin sigilo, armando ruido a troche y moche, entré en su dormitorio y lo encontré como un bendito, enroscado en el blando colchón de lana, con una cara de felicidad tan grande que, con aquel candoroso rubor angelical y sin gafas, por primera y única vez me pareció menos feo de lo que era. Haciendo un esfuerzo malvado, lo sacudí como a un pandero hasta que, como asustado, se despertó casi gritando.
-Nene, que ya es la hora de irse a la escuela- le dije apresurado, y me retiré raudo y precavido de su vera, antes de que le diera tiempo a endiñarme un talegazo como, a veces, era usado en él y en estos casos. Yo sabía de su mal despertar por un leñazo que, en parecida ocasión, le dio a su hermano Bauto que, como es pequeño, le pilló medio cuerpo, incluido un huevo. A consecuencia del golpe testicular tuvo una orquitis que fue la admiración de todos los que se agachaban a ver tamaño cargamento en tan poco elemento.
En esta ocasión Quisquete se volvió de cara a la pared, cerró los ojos y volvió a dormirse sin hacerme caso. Intenté despertarlo otra vez y fue imposible. Cansado de bregar con un difunto, me fui a mi cuarto y me eché a dormir de nuevo, convencido de mi incapacidad para resucitar criaturas, como dicen los curas que hacía El Hijo del Amo.
Al mediodía nos despertó la sed sin necesidad de timbres ni trompetas. Como nos levantamos con la lengua seca y áspera cual suela de alpargata de esparto, nos la fuimos a remojar en el Kremlin Chico, la taberna más próxima, donde empezamos el duro vía crucis cotidiano. En El Kremlin Chico nos encontramos a Bernardo y sus polémicas, en el Énguix a Enrique Vázquez y diez o doce Leyvas, en el Lagar a Enrique Morón y dos o tres troveros, en el Manolo a Rodelas y una horda de anarcosecaviñas, en el Provincias a Perete y algún flamenco más, en el Natalio a Julio Fortis y a mi compadres Pompeyo huidos de sus contrarias, en las Bodegas Muñoz a Eduardo el Atleta y militantes marxistacibaritas, y en el Elefante, estación final, a Pepe Guevara y Manolo García Sánchez, el antropólogo que estudió los cráneos del Cabezón de Gabia y de Bilorio, y que miraba con interés científico la cabeza de mi compadres, merecedora de un estudio global y de dos pescuezos de cantaor.
A la medianoche, otra vez se producía el esturreo de amigos por las esquinas de la ciudad y la farrogosa y triste -casi tétrica- vuelta a casa. Algunas madrugadas, cuando Quisquete estaba a punto de rematar un poema y sus dos botellas postreras, y yo, rematado, empezaba a dormirme, llegaba Antonio Enrique tirando chinos a los cristales de mi balcón como el que viene tocando campanillas con el viático. Cuando nos veía asomarnos al balcón en ropas menores, sus carcajadas contagiosas podían oírse en los llanos de Armilla donde, según el Místico López, aparcaban los submarinos todoterreno de Rusia que controlaban los movimientos de la Novena Flota americana que fondeaba en aguas de Lanjarón.
Siempre traía Antonio Enrique una carpeta repleta de luengos versos sobre la Alhambra y de macizas prosas sobre La armónica montaña, escritos con su letra garrapatosa, que nos leía con gran ampulosidad y ornamento. Después, una vez calmada la necesidad de compartir su agobiante y torrencial imaginación con quienes erámos capaces de entenderlo, contaba algunas historias peregrinas o sedentarias como la de una muy fermosa dama que le había contagiado, con besos harto traidores, unas perniciosas purgaciones. El enamoradizo Antonio Enrique no comprendía que el etéreo y divino amor pudiera acarrear consecuencias tan mundanas y supurosas hasta que Quisquete, que siempre venía de vuelta, le explicó en un soneto que las musas también tienen enfermedades venéreas en sus vetas de oro alemán.
A la mañana siguiente y a la otra y a la otra, repetí el episodio peligroso e inútil de intentar despertar con métodos inofensivos a Quisquete para que fuese al trabajo y volví a sufrir el trauma del deber no cumplido, hasta que decidí despertarlo o dejarlo dormido para siempre: cogí una sonora matina la olla más grande que había en la espetera, se la coloqué en la cabeza a modo de escafandra y con un caso de aluminio a guisa de martillo o badajo, comencé a repicar sobre la olla tocando a rebato, a incendio y a misa cantada. Pude terminar doblando a misa de difuntos, pero Quisquete saltó de la cama como un canguro emplumado y se fue corriendo al manicomio directamente.
No me mires así, que no era la primera vez que se ingresaba voluntariamente y por su cuenta en el manicomio. Recuerda cuando vino a pedirme libros prestados porque se iba de reposo a la casa de los locos y nos pilló acostados el uno sobre el otro. Es más, gracias a esta ascética costumbre, se libró de la mili alegando que estaba majareta: cuando agotó todas las prórrogas, lo tuvieron en observación ingresado en el hospital militar del que se escabullía todas las tardes para unirse a nosotros en el Faquilla, cátedra del cante jondo y alivio de la carga castrense.
Hacia la medianoche, Antonio Mata y yo hacíamos como que llevábamos preso a Quisquete al hospital militar y, fingiendo grande zozobra e, inclusive, cierto canguelo, lo entregábamos a los soldados que hacían guardia en la entrada recomendándoles que tuviesen mucho cuidado con él porque era un loco peligroso que todos los días se escapaba y teníamos que llevarlo a la fuerza. Dos camilleros fornidos lo agarraban del cogote con paternal denuedo y se lo llevaban convencidos de su enfermedad mental, pues confundían la horrible esquizofrenia con la hermosa jumera que Quisquete portaba encima o dentro.
Por más locuras que hizo y más complicidad que Antonio Mata y yo prestamos a sus desafueros, los médicos militares no le dieron la inutilidad para el servicio castrense hasta que Quisquete o su hermano Bauto -que no le guarda rencor por lo del huevo- presentó los certificados de haber estado ingresado varias veces en el manicomio, una de ellas -lo reconozco y me alegro- por mi culpa. Encima, en vez de agradecerme tantos desvelos por su mala cabeza, cuando Quisquete se vio libre del servicio a los militares, me decía con frecuencia y recochineo: "Tiene cojones que a mí me hayan echado de la mili por loco y a ti, que estás peor que yo, te aceptaran voluntario".
Juan J. León Memorial de artimañas y secuencias sin cuento
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